La convivencia dentro de los grupos es frágil y conflictiva. Cada individuo tiene unos valores y preferencias particulares que no siempre coinciden con los valores y preferencias de otros individuos: sin embargo, un grupo ha de adoptar decisiones unitarias que subsuman todos esos valores e intereses heterogéneos y a menudo irreconciliables de sus numerosos miembros. La divergencia entre las decisiones del grupo y las preferencias y valores de cada una de las personas que lo integran genera tensiones que es necesario resolver para evitar que la concordia degenere en violencia interna. ¿Cómo lograrlo?
Hace 45 años, Albert Hirschman resumió en tres los métodos para resolver los conflictos dentro de un grupo: lealtad, voz y salida. La lealtad consiste en aceptar las decisiones ajenas sean cuáles sean: mis preferencias se subordinan a las del grupo por cuanto no deseo generar desavenencias internas que pongan en riesgo su cohesión. Por otro lado, la voz consiste en dialogar con los restantes miembros para tratar de consensuar una actuación conjunta. Por último, la salida es la separación del grupo: cuando las diferencias de uno o varios individuos se consideran irreconciliables con las preferencias y valores del resto, procede separarse para coexistir en comunidades separadas en lugar de convivir dentro de una misma comunidad.
Los partidos políticos son un ejemplo paradigmático de grupo especialmente conflictivo, dada la enorme variedad de intereses contradictorios y de agendas propias de cada uno de sus militantes. Todos ellos tratan de engañar a los ciudadanos asegurando que liman sus asperezas internas mediante el diálogo y el consenso cuando, en realidad, el mecanismo más habitual para mantener unido al grupo es la lealtad al líder, sobre todo cuando este exhibe un cierto carisma que lo convierta en caudillo natural para tomar por asalto el poder estatal. Eso sí, los miembros del partido se muestran leales al líder mientras éste les prometa resultados que todos crean poder instrumentar en beneficio de sus muy dispares agendas particulares: pero cuando la perspectiva de acceso y reparto de poder se resquebraja, la lealtad en torno al líder —a su estrategia política, a su autoridad o a sus ideas— también lo hace. Comienza entonces un período más o menos prolongado de “crisis interna” en el que asoman las críticas e incluso las pretensiones por reemplazar al jefe, y que inexorablemente concluye en una pacificación por lealtad (el líder recupera el poder), por voz (transitoriamente las facciones enfrentadas firman un acuerdo de mínimos a modo de armisticio) o por salida (los críticos abandonan el partido).
La política española no ha sido ajena a semejantes navajeos, componendas o implosiones. Zapatero llegó a la secretaría general del PSOE como acuerdo entre las distintas familias socialistas tras la guerra intestina entre Almunia y Borrell y el fracaso electoral del primero; Rajoy tomó el cetro del Partido Popular como heredero dedocrático de la lealtad de la militancia hacia Aznar; y UPyD ha comenzado recientemente a descomponerse toda vez que los cuadros del partido pidieran la cabeza Rosa Díez y ésta se enrocara en su cargo. También Podemos ha pasado a experimentar este lúgubre sino de toda formación política: la lealtad al hiperliderazgo de Pablo Iglesias arrambló con cualquier voz deliberativa procedente de los círculos y las irreductibles diferencias internas sobre la estrategia a seguir ante los primeros nubarrones electorales han provocado la salida del mismísimo Juan Carlos Monedero.
En principio, todos comprendemos y aceptamos como razonable que la garantía última de la libertad individual en ese microcosmos político que son los partidos políticos sea la posibilidad de salirse: sería absurdo pretender que, por ejemplo, Juan Carlos Monedero deba permanecer encerrado en Podemos acatando decisiones políticas de las que reniega y que incluso pueden atentar contra sus convicciones más profundas. En estos casos, el diálogo entre sus miembros no siempre ha de conducir a una única solución consensuada y provechosa para todos: a veces no es posible llegar a un acuerdo que sea mutuamente beneficioso para todas las partes (por ejemplo, si unos aspiran a radicalizarse y otros a moderarse, la media-radicalidad o la media-moderación lejos de satisfacer a ambos puede dejarlos a todos descontentos) y exigir una lealtad y obediencia inquebrantable al líder sería equivalente a convalidar la servidumbre. Ni la voz ni la lealtad sirven, por lo que la libertad dentro de un partido político exige en última instancia la posibilidad de secesionarse: esto es, exige preservar la posibilidad de que los disidentes abandonen el partido y de que el resto de militantes respeten esa decisión individual renunciando a recurrir a la violencia.
Pues bien, llegados a este punto, la cuestión que indudablemente deberíamos plantearnos es: ¿por qué consideramos indisociable libertad y salida en el caso de los partidos políticos pero, en cambio, no hacemos lo propio en el caso de una comunidad política mucho menos voluntaria en su origen y mucho más coactiva en su desarrollo como es el Estado? ¿Por qué, en definitiva, no admitimos que el respeto a la libertad individual requiere reconocerle a cada persona las potestades más amplias posibles de separación con respecto al Estado?
La no excepcionalidad moral del Estado
Los Estados modernos se cohesionan en torno al culto democrático. En apariencia, la democracia proporciona un dispositivo mediante el cual los distintos ciudadanos consensuan una voluntad orgánica a la que todos le debemos lealtad. Cargar contra el consenso democrático suele equipararse con querer imponerse sobre los demás: si yo no acepto el juicio de la mayoría es que creo ubicarme por encima de la mayoría. Sin embargo, esta tesis tiene dos problemas esenciales, tal como desarrollo ampliamente en mi próximo libro.
El primero es que no existe ninguna voluntad orgánica. El teorema de la imposibilidad de Arrow ha demostrado que, al transformar un conjunto de preferencias individuales dispersas en una decisión colectiva agregada, tan importante como las preferencias son los procedimientos de agregación de esas preferencias. O dicho de otra forma, si mantenemos los votos individuales constantes pero cambiamos el procedimiento mediante el cual los agregamos (la regla electoral), el resultado de la elección puede ser distinto. Y dado que no existe un procedimiento de agregación objetivamente superior a otro (circunscripciones uninominales o plurinominales, mayorías simples, mayorías cualificadas, ausencia o presencia de segunda vuelta, etc.), no cabrá concluir que exista una voluntad orgánica: más bien, existen diversas vías arbitrarias de agregar las preferencias de algunos individuos para que éstas prevalezcan sobre las preferencias de otros individuos.
El segundo problema es que no podemos equiparar el querer imponerles nuestra voluntad al resto de miembros del grupo con no querer que el resto de miembros del grupo nos impongan a nosotros su voluntad. En el primer caso es verdad que el individuo cree gozar de mayor autoridad política que los demás: mis preferencias son más valiosas que las de otras personas y, por eso, estoy legitimado a imponerme sobre ellas. En el segundo caso, por el contrario, el individuo solo rechaza que las demás personas gocen de autoridad política sobre él: sus preferencias no son más valiosas que las mías y, por eso, no están legitimados para imponérmelas. Es en esta última situación donde la desasociación del grupo cobra sentido y razonabilidad: si mis preferencias devienen irreconciliables con las de los demás, debería poder simplemente separarme de los demás.
Las sociedades abiertas —incluyendo su vertiente económica: los mercados libres— son el marco institucional que permite la composición voluntaria de relaciones grupales: cada individuo integra aquellas comunidades —o efectúa aquellas transacciones— que ese individuo desea, no las que el resto de individuos desean. Que la mayoría de ciudadanos de una sociedad sea católica, del Real Madrid, de Apple o de Podemos no implica que todos sus miembros sean creyentes católicos, forofos del Real Madrid, consumidores de Apple o militantes de Podemos: tampoco en el caso de que esa mayoría de ciudadanos quisiera incluirlos por la fuerza dentro de sus comunidades. ¿Por qué, entonces, no aplicamos la misma vara de medir con el Estado?
Pues no hay razones muy claras para ello. Uno ciertamente puede argumentar que las bases sociales de la convivencia —la defensa y la resolución jurisdiccional de conflictos— constituyen un bien público: es decir, un bien que disfrutan todos por ser consustancial al hecho de vivir en sociedad y al que, por tanto, todos tenemos la obligación de contribuir a sostener en tanto en cuanto no hacerlo impediría su provisión. Pero de reconocer y aceptar esta verosímil circunstancia no se sigue que la separación de un individuo o de un subgrupo de individuos del Estado deba estar prohibida: ni funcional ni geográficamente.
No tiene por qué estar prohibida funcionalmente porque que no podamos desasociarnos de la provisión del bien público “orden público y defensa mutua” no implica que no podamos desasociarnos de todas las restantes materias estatales que indudablemente no son bienes públicos. Por consiguiente, el contracting-out —la salida— debería ser permisible en áreas tan variopintas como la educación, la sanidad, las pensiones, las subvenciones a empresas o asociaciones, la prohibición de la producción y distribución de drogas, la legislación estatal en materia laboral o la redistribución igualitarista de la renta. Que en ciertos campos pudiera ser indispensable una provisión estatal conjunta no legitima una expansión de las actividades del Estado a todos los restantes campos imaginables y, por tanto, tampoco legitima el deber de obediencia de un individuo a las intervenciones estatales en tales áreas.
Tampoco tiene por qué estar prohibida geográficamente porque, aun cuando el “orden público y defensa mutua” fuera un bien púbico, no es desde luego un bien público que tenga unos contornos geográficos expresamente definidos. Sabemos que Estados tan pequeños como Liechtenstein son capaces de garantizar la provisión de ese mismo bien público, por lo que no parece haber una justificación muy firme para impedir que un subgrupo de ciudadanos se separe y autoorganice políticamente en comunidades mucho más pequeñas que los Estados actuales.
En suma, el respeto a la libertad individual requiere que, tal como sucede con las religiones, con los partidos políticos, con las empresas o con los sindicatos, cada persona pueda optar por desasociarse del grupo cuando aprecie conflictos irresolubles entre las decisiones grupales y sus preferencias o valores. Si no existe una obligación de pertenecer a subcomunidades políticas, si entendemos perfectamente que instituir semejante obligación atentaría contra la libertad personal e incluso socavaría la armonía dentro del grupo, tampoco deberíamos apreciar tal obligación en macrocomunidades políticas mucho más extensas, exigentes y comprometidas como son los Estados modernos: no tiene mucho sentido que como individuos estemos legitimados a no someternos a las decisiones democráticas que adopta un partido político del que originalmente decidimos formar parte y que, en cambio, no podamos evitar someternos a las decisiones democráticas de una comunidad estatal de la que originalmente no decidimos formar parte.