Cuando los liberales denunciamos el intervencionismo hipertrófico del Estado, la mayoría de ciudadanos instintivamente piensa que nos referimos a los impuestos y al gasto público que de manera directa gestionan políticos y burócratas. Es decir, para grandes sectores de la población, intervencionismo estatal ha terminado identificándose con política tributaria.
Y no se trata, claro está, de que el intervencionismo fiscal del Estado -el arrebatarle su propiedad a la gente para utilizarla según políticos y burócratas crean conveniente- sea irrelevante a la hora de socavar nuestras libertades y las bases de nuestra prosperidad, pero por desgracia el nefasto intervencionismo del sector público no se agota en los impuestos y el gasto público.
La otra gran pata sobre la que descansa el imperium estatal es la regulación. Mediante leyes convenientemente redactadas a medida de políticos, burócratas y clientes, la Administración puede otorgar prebendas o infligir castigos a ciudadanos específicos. Los mandatos legislativos de carácter arbitrario, al encorsetar la libertad de unas personas y habilitar el campo de actuación de otras, generan sanedrines de millonarios y ejércitos de depauperados. Por mucho que se nos predique que la ley es general e impersonal, la borrachera normativa que viene arrasando Occidente desde hace varias décadas concede innumerables oportunidades para que los leguleyos aprovechen el BOE en su propio beneficio o en el de los lobbies que los sobornan con ocultos cohechos o con bien visibles puertas giratorias.
Por desgracia, estamos lejos de un escenario en el que el Estado someta sus deseos al derecho en lugar de someter al derecho a sus deseos. Lo habitual a día de hoy es que los políticos aprueben miles de normativas superfluas, contradictorias y gravosísimas para los ciudadanos con la aquiescencia tácita de los propios ciudadanos perjudicados. Llevamos casi un siglo sumergidos en una frenética actividad legislativa y somos incapaces de concebir el derecho como algo distinta a la diarrea parlamentaria.
Por eso, hay que celebrar que en algunos países del mundo estén dando pasos correctamente orientados aun cuando sean muy timoratos: Canadá acaba de instaurar la regla una-por-otra (One-for-One Rule) mediante la cual toda nueva legislación aprobada deberá ir acompañada de la supresión de otra legislación que implique un gravamen análogo sobre los ciudadanos. Como digo, no se trata de ningún cambio revolucionario que vaya a restablecer las bases jurídicas de una sociedad libre: pero al menos sí es un gesto que, en última instancia, contribuye a imponer un tope a la carga legislativa que padecen los ciudadanos canadienses.
En España, medidas como ésta parecen de momento impensables, aun tratándose de medidas sensatas y extremadamente moderadas. Lejos de comenzar a desregular para que los españoles puedan autorregularse en sus tratos personales, nuestros políticos siguen empeñados en constreñir y en dirigir nuestras vidas, esto es, en instrumentarnos para satisfacer sus objetivos particulares. Siendo la losa tributaria muy importante para nuestras libertades, no deberíamos perder de vista que la losa regulatoria es, al menos, tan devastadora. El infierno estatal no es sólo un infierno fiscal, también es un infierno legislativo.