Una de las promesas electorales más llamativas de estos próximos comicios municipales ha sido la lanzada por Ada Colau, candidata de Barcelona en Comú al ayuntamiento de la Ciudad Condal, consistente en crear una moneda de ámbito local. La idea es pagar una parte de los salarios de los funcionarios, de las deudas con proveedores, o de los microcréditos otorgados a los ciudadanos en esta nueva divisa, que ulteriormente podrá ser empleada para comprar en las empresas barcelonenses que a su vez la acepten.
Los promotores de esta iniciativa afirman que contribuirá a fomentar la “demanda interna” y, por tanto, a reanimar el empleo local. Pero son estos presuntos beneficios de adoptarla los que explican sus verdaderos problemas.
Los efectos de una divisa local
Existen dos formas de instaurar una divisa local. La primera de ellas pasa por crear una promesa de pago en divisa nacional. Básicamente, el Ayuntamiento actúa como caja de conversión entre la divisa local —llamémosla moneda “Barcelona en Comú” (BeC)— y el euro: compra euros a cambio de BeCs y vende BeCs a cambio de euros. En tal caso, el BeC simplemente es una promesa de pago en euros que no añade nada nuevo salvo la denominación. Dado que sólo se puede gastar en Barcelona, que un ciudadano tenga BeCs constituye una reversible declaración de intenciones de “patriotismo localista (reversible porque basta con que el ciudadano pida la conversión de BeCs en euros para comprar bienes fuera de Barcelona). La libra de Brístol, convertible en libras esterlinas a la par, es un ejemplo de esta moneda local de puro postureo.
Más interesante es la otra forma de crear una divisa local que, a diferencia de la anterior, sí supone generar una forma de liquidez autónoma. En este caso, el Ayuntamiento trata de dotar de valor al BeC creando una especie de “club de trueque”: le reconoce al BeC un valor teórico (por ejemplo, 1 BeC=1 euro) y, a partir de ahí, comienza a efectuar parte de sus pagos en BeCs (sueldo de los funcionarios, subvenciones, proveedores o concesión de microcréditos) y, sobre todo, a aceptar recibir parte de sus cobros en BeCs (por ejemplo, la amortización de los microcréditos o el cobro de parte de las multas y tasas municipales). En este caso, el valor del BeC no está respaldado por euros, sino por todo aquello que puede comprarse con BeCs (paradigmáticamente, los pagos que puedan efectuarse con el Ayuntamiento a la paridad de 1 BeC=1 euro). Si la gente acepta BeCs es por la perspectiva de poderlos endosar a cambio de los bienes o servicios de otros agentes que a su vez acepten BeCs: yo vendo mi mercancía a cambio de BeCs porque espero comprar tu mercancía a cambio de BeCs.
Ahora bien, parece bastante obvio que la calidad de esta divisa local resulta notablemente inferior a la del euro; esencialmente por dos motivos. El primero es que el radio de utilización del BeC sería mucho más bien reducido: las personas con mayor interés en poseer BeCs se ubicarían en el área metropolitana de Barcelona y ni siquiera serían todos los barceloneses. El segundo, derivado en parte del anterior, es que la demanda de esta divisa (sobre todo al ser completamente redundante al euro) no sólo sería bastante estrecha, sino inestable: para poder venderla rápidamente y en grandes cantidades sería menester reducir de manera sustancial su precio, volviéndola un activo poco atractivo para conservar la liquidez. El BeC, pues, sería menos útil que el euro tanto en su dimensión espacial (el BeC no podría emplearse para pagar en Valencia o en Madrid, mucho menos en Londres) como en su dimensión temporal (el BeC no serviría como reserva temporal de liquidez).
¿Consecuencia de lo anterior? En el mercado, el BeC se depreciaría con respecto al euro, esto es, no sería aceptado a su valor teórico de 1 BeC = 1 euro, sino que para pagar con BeCs precios nominados en euros habría que ofrecer una prima (por ejemplo, si un producto cuesta 100 euros, podrían tener que pagarse 160 BeCs). El WIR suizo es una moneda local de este tipo y, si bien las transacciones entre el WIR y el franco suizo están prohibidas por el emisor (justamente para evitar revelar la magnitud del descuento), en el mercado negro se intercambian con descuentos de entre el 30% y el 40%.
Ahora bien, algunos comercios en dificultades para vender sus productos en euros (por ser demasiado caros) podrían optar por no exigir esa prima al cobrar en BeCs. Es sabido que la gente suele oponer cierta resistencia a rebajar sus precios de venta en términos nominales, pero no tanta en términos reales (es lo que se conoce como “ilusión monetaria”). Un comerciante local sin clientes podría, en consecuencia, aceptar vender sus productos en BeCs sin exigir ninguna prima por ello, lo que de facto equivaldría a una rebaja en euros (incluso podría incurrir en pérdidas sin ser del todo consciente de ello). Es este hecho el que podría dar lugar a una cierta desviación del comercio desde fuera de Barcelona al interior de Barcelona: los barceloneses podrían dejar de adquirir algunos bienes fuera de la ciudad para pasar a comprar en el interior. Es fácil observar que los ganadores de esta operación serían todas aquellas personas que cobren en euros y puedan pagar en BeCs a la paridad oficial y que los perdedores serían los comercios foráneos que vean caer su demanda ante el ajuste de precios propiciado por el BeC, así como los comerciantes locales que acepten vender sus mercancías en BeCs a la paridad oficial pero que necesitan efectuar sus compras en euros a la paridad real.
El punto es, ¿quiénes serían las personas que inexorablemente cobrarían en euros (o en BeCs indexados al euro) y que, por tanto, podrían salir beneficiadas de comprar en comercios que acepten BeCs a la paridad oficial? Pues, por un lado, los barceloneses que vendan fuera de Barcelona o que tengan la opción de hacerlo. Y, por otro, los funcionarios y los proveedores del Ayuntamiento, quienes no pueden ser forzados a aceptar BeCs a la paridad oficial (por no ser divisa de curso forzoso). Sucede que, por mucho que el Ayuntamiento deba pagar a sus proveedores en euros (o en BeCs indexados al euro), debería simultáneamente seguir aceptando en sus cobros al BeC a una paridad de 1 BeC = 1 euro (si revisara esa paridad a la baja, el BeC se volvería todavía menos útil y, en consecuencia, se depreciaría todavía más con respecto al euro); o dicho de otra forma, el Ayuntamiento de Barcelona compraría cada BeC a un euro (perdería un euro de ingresos cada vez que cobra en un BeC) y lo vendería a 70 o 60 céntimos de euro (para efectuar pagos en BeC, el Ayuntamiento tendría que ofrecer más de un BeC por euro).
Claramente, ésta última sería una operación ruinosa para el consistorio, cuyas pérdidas deberían cubrirse con los impuestos de los barcelonenses: a efectos prácticos, sería como instituir una nueva partida presupuestaria bajo el concepto de “subvención al uso de una nueva moneda local muy ilíquida”. Pero los proveedores del Ayuntamiento lo agradecerían enormemente: recibirían euros (o BeCs indexados al euro) que podrían emplear para recibir grandes descuentos a la hora de pagar sus multas o tasas con el Ayuntamiento y, en algunos casos, comprar a comercios locales en dificultades.
Conclusión
El dinero es un bien red que tiene vocación de universalidad: el dinero es tanto mejor cuanta más gente lo utilice. Crear una divisa local no deja de ser algo contrario a la propia naturaleza del dinero: lejos de aspirar a la máxima universalidad, se busca ponerle puertas al campo. Pero, por absurda que pueda ser la idea, es una idea con ganadores y con perdedores: ganadores y perdedores que, en parte, son determinables políticamente. Por eso, la idea de divisas locales o nacionales ha tenido tanto éxito hasta convertirse en predominante a escala global.
Todos los que se han mofado de la propuesta de Barcelona en Comú deberían tener presente que el mundo de divisas fiats nacionales —nuestro mundo— se basa exactamente en esos mismos principios: segregar nuestra moneda de la de nuestros vecinos para poder practicar el dumping monetario cuando al político de turno le interese. Los efectos descritos con anterioridad para el BeC son, grosso modo, trasladables al euro, a la libra o al yen, si bien de un modo incluso más criticable por tratarse de monedas de curso legal. A este respecto, quienes defienden la moneda fiat nacional deberían exponer por qué su misma lógica no los lleva a defender las monedas fiat locales (o las monedas fiat por comunidad de vecinos): por qué aceptan una arbitraria redistribución internacional de pérdidas pero, en cambio, se oponen a ella dentro de las fronteras nacionales.
Las personas que propugnamos la existencia de un dinero verdaderamente internacional e imparcial —al estilo del patrón oro— y las que nos oponemos a lo que Hayek llamaba “nacionalismo monetario” somos, por desgracia, una auténtica minoría. Pero me temo que somos los únicos que, con algo de coherencia, podemos criticar las ocurrencias de las monedas locales.