En un clima de corrupción económica generalizada, es del todo comprensible que el ciudadano medio español desconfíe de aquellos políticos con un ánimo irrefrenable de lucro. La corrupción es un problema muy serio de cualquier sociedad, no ya por el dinero que directamente se le sustrae al ciudadano para mayor latrocinio del político de turno, sino por el reparto de favores y prebendas presupuestarias y regulatorias que suelen rodearla (las famosas “élites extractivas”).
Dentro de este contexto, aquellos partidos y próceres que señalicen con firmeza que no han entrado en política para enriquecerse a cualquier precio, sino para desarrollar honradamente su proyecto ideológico dirigido a mejorar la sociedad, tienen muchas papeletas para atraer buena parte de los votos de aquellas personas que han convertido a la corrupción en su prioritaria preocupación.
Podemos ha sabido gestionar con inteligencia esta dinámica electoral: desde las últimas elecciones europeas, ya dejaron muy claro que su propósito no era el de mantener una vida de lujos ni el de cobrar tanto como el resto de eurócratas. Estaban en las instituciones comunitarias para trabajar austeramente y para denunciar a todos los políticos arribistas que pretendieran ejercer el poder en beneficio personal. Desde entonces, este tipo de señales electorales no han dejado de reproducirse, incluso dentro de las coaliciones políticas de las que forman parte: así, por ejemplo, es conocida la propuesta de Ahora Madrid y de Barcelona en Comú de bajar sustancialmente el sueldo a sus concejales y de reducir el número de asesores donde colocar a sus amigos, familiares y correligionarios. Asimismo, la semana pasada se anunció a bombo y platillo el nuevo senador madrileño de Podemos, Ramón Espinar, renunció a la totalidad su sueldo como senador.
No tengo intención de valorar cuánto tienen de reales o sinceras todas estas maniobras (si en realidad donan el sueldo a sus partidos o a sus productoras, si al final no se bajan el sueldo porque el pleno del ayuntamiento lo impide, si reducen cargos de confianza pero continúan colocando en ellos a sus familiares y amigos, si existe incompatibilidad entre el sueldo de senador y el de diputado autonómico, etc.). Todas esas posibles trampas en las señales que nos envía Podemos me parecen del todo secundarias frente a la cuestión esencial: la valoración que efectuemos de la señal en sí misma. A saber, ¿en verdad un político sin sed de enriquecerse se vuelve intrínsecamente más confiable?
Por un lado, es obvio que una persona que anteponga su provecho personal a cualquier otra consideración ética constituye un auténtico peligro para la comunidad: toda sociedad saludable se asienta en la convivencia y en el respeto mutuo, y quien está dispuesto a transgredir las libertades ajenas para medrar personalmente es un muy mal cooperador y un potencial depredador. Los políticos cuya única finalidad es la de lucrarse incontenidamente tenderán a venderse (y lo que es peor: a vendernos) al mejor postor.
Ahora bien, por otro lado sería extremadamente ingenuo pensar que la única avaricia que vuelve peligroso a un individuo es la avaricia por el dinero. El ser humano está genéticamente programado para ambicionar el estatus y el poder (dado que estatus y poder están evolutivamente relacionados con el éxito reproductivo): el dinero es solo uno de los instrumentos para conseguir ese estatus y poder… pero no el único. La persuasión, la seducción, la manipulación o el engaño son otros mecanismos igualmente efectivos para alcanzarlos.
Resulta harto verosímil que los políticos de Podemos no hayan entrado en las instituciones para enriquecerse (cuestión distinta es cómo se comporten una vez sumergidos en el juego burocrático), pero a buen seguro han entrado en ellas para construir una hegemonía cultural y política que les permita tomar el cielo (esto es, el poder) por asalto. Su avaricia no es por el dinero, sino por la conquista de la legitimidad política para transformar a la sociedad en su campo de pruebas ideológico aun a costa de conculcar las libertades básicas de las personas.
En este sentido, el autosacrificio y la renuncia al lucro monetario debe entenderse en un sentido estrictamente estratégico: dado que los dirigentes de Podemos valoran más el poder político y el estatus como mandatarios que el dinero, están dispuestos a rechazar el lucro para señalizar impostadamente (mediante seducción, manipulación, engaño…) aquellos valores que ahora mismo los ciudadanos están buscando en los políticos (honradez).
Sería, sin embargo, un grave error creer que esta señalización estratégica de autosacrificio para llegar al poder resulta inocua y que los ciudadanos solo necesitamos blindarnos frente al riesgo de avaricia crematística: quien busca enriquecerse a cualquier costa es tan peligroso como quien busca, también a cualquier costa, mantenerse en el poder para manejar a la sociedad a su antojo.
Una comunidad saludable es aquella que desconfía siempre de sus políticos: una sociedad que vigila con celo sus libertades frente a todos aquellos que puedan tener la tentación y la ocasión de conculcarlas. Es esa desconfianza hacia los políticos —y hacia la política en general— la que, a su vez, la lleva a desconfiar de los dirigentes mesiánicos con una irrefrenable ambición de dinero, de poder o de estatus. Desgraciadamente, en España parece que limitamos nuestro celo a la avaricia por el dinero y no a la avaricia por el poder o el estatus: tememos (con razón) los peligros asociados a la corrupción pero nos relajamos (sin razón) ante los peligros asociados al abuso de poder político en forma de mayores regulaciones, de nuevos impuestos o de erosión de los pesos y contrapesos internos. La falta de codicia es un buen rasgo en un político: un ansia tan desmedida de poder como para renunciar a cualquier otro bien con tal de alcanzarlo, no.