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Los límites y defectos de la democracia

por Laissez Faire Hace 9 años
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Mi compañera de columnas y de debates ideológicos en el Instituto Juan de Mariana, María Blanco, replica a uno de mis recientes artículos donde critico el imperialismo democrático poniendo de manifiesto los problemas de coordinación que son consustanciales a este sistema. María, siempre atenta a cualquier error o entuerto intelectual, entra en la polémica haciendo una serie de apreciaciones que, precisamente por su relevancia, merecen de una aclaración.

 

1. El significado de democracia es ambiguo y puede dar lugar a malos entendidos

De acuerdo con María, “[muchos libertarios] agarran el bazooka y bombardean grandes palabras que no significan lo mismo para ellos que para mucha gente. En este caso, la palabra (y el concepto que hay detrás), democracia. Porque para muchas personas, especialmente en España, democracia es lo que vino después de la dictadura, la que Rallo no vivió, donde las libertades económicas, políticas y sociales fueron casi un chiste”.

En efecto, democracia es un concepto esencialmente controvertido que para personas diversas puede evocar ideas muy distintas. Esta dificultad de partida no debería, sin embargo, constituir un obstáculo para reflexionar sobre las ideas y los prejuicios que se esconden detrás de semejante etiqueta. A la propia María, de hecho, no le tembló el pulso hace unos años para realizar el mismo ejercicio que efectúo yo en el artículo que ahora critica: “Tal vez sería necesario desmitificar el concepto [de democracia], y perfilar su contenido, ser cauto con su uso, o aceptar que no es sinónimo de nada. Es decir, Franco no habría sido diferente como gobernante si hubiera salido elegido en unas urnas. ¿Es, por tanto, de alguna utilidad reclamar democracia como garantía de liberación de los pueblos?”.

Democracia en su más elemental significado es gobierno del pueblo a través de alguna regla de agregación de voluntades: pasar de un conjunto de voluntades individuales y descentralizadas a una sola voluntad orgánica. El liberalismo, en su más elemental significado, propugna el respeto a los proyectos vitales de cada persona a través del reconocimiento de un conjunto de libertades básicas para cada persona: es decir, el liberalismo rechaza la existencia de una voluntad comunal orgánica con preponderencia sobre las individuales. Tal como resume magistralmente el filósofo Chandran Kukathas:

El término liberalismo se identifica con un paradigma político que responde a la diversidad humana defendiendo instituciones que permitan la coexistencia de distintas creencias y modos de vida; el liberalismo acepta la pluralidad de modos de vida (la multiplicidad de valores religiosos y morales en el mundo moderno) y promueve la tolerancia. El liberalismo se diferencia de otras filosofías políticas en que rechaza la idea de un orden social orgánico y espiritualmente unificado, dentro del cual los intereses de los individuos se alineen en perfecta armonía con los intereses de la comunidad. Los individuos poseen fines distintos y no existe un único objetivo común que deba ser compartido por todos.

Hace décadas, el Premio Nobel Arrow ya demostró que toda regla de agregación de voluntades reviste un carácter arbitrario y, en consecuencia, que la voluntad del pueblo no existe objetivamente al margen de la regla electoral arbitraria que escojamos. A partir de ahí, lo lógico sería pasar a respetar en la teoría y en la práctica a las personas que sí tienen planes vitales específicos que desean promover a lo largo de su existencia: es decir, lo lógico sería defender un sistema jurídico como el propugnado por el liberalismo y rechazar la hiperlegitimidad de cualquier mayoría política para laminar los derechos de las minorías.

Por supuesto, nada de lo anterior implica que la democracia carezca de toda relevancia dentro de un orden social liberal: al contrario, el liberalismo es perfectamente compatible con una democracia que respete las libertades básicas de las personas, esto es, una democracia que respete la libertad de asociación individual a la comunidad política (bien podríamos denominarla “democracia liberal”, aunque este último también sea un término esencialmente controvertido). De hecho, muchos de los valores positivos que solemos asociar con la democracia —libertad de asociación, libertad de expresión, libertad religiosa, libertad de movimientos, etc.— no son más que valores liberales que informan y condicionan las formas que adoptan nuestras democracias modernas: que la mayoría de personas no lo entiendan así no es razón para dejar de reivindicar que la piedra angular de un sistema político debe ser la libertad individual y no la voluntad soberana de la mayoría, sobre todo cuando muchos ambicionan actualmente aprovechar semejante confusión terminológica para instrumentar la democracia en su intento de socavar las libertades individuales.

Diría más: quienes tenemos una mayor responsabilidad intelectual para clarificar este entuerto somos aquellas personas que, justamente porque no hemos vivido la dictadura, no hemos terminado asociando emocionalmente la democracia con la libertad. Como en España ambos conceptos han ido muy ligados en los últimos 80 años —especialmente para todos aquellos que lucharon contra la dictadura franquista para expandir las libertades de los españoles—, parece que criticar toda extensión de la democracia sea oponerse a toda extensión de las libertades. Pero en muchos casos puede ser justo al revés: el imperialismo democrático consistente en someter a los caprichos de la mayoría ámbitos privados que deberían ser propios de la absoluta autonomía personal puede conducir a una restricción de las libertades.

 

2. El liberalismo no es un sistema suficientemente maduro frente a la democracia

Según afirma María, “[Rallo] expone sus reclamaciones a la democracia en general, frente a la que propone un sistema de libre mercado, contractualista, al más puro estilo anarco capitalista”. A su juicio, “el sistema que propone Juan Ramón Rallo, incluso si teóricamente es el que más me convence, no está lo suficientemente maduro, trabajado, no es lo suficientemente real como para desbancar a la democracia, con todos sus defectos”.

En ningún momento he propuesto sustituir al Estado democrático por el anarcocapitalismo; entre otras cosas porque, en efecto, ni ha demostrado ni se ha demostrado su viabilidad. Ese no es el debate en el que he entrado ni el que probablemente sea oportuno en estos momentos: mis críticas se dirigen en esencia contra el imperialismo democrático, esto es, contra la idea profundamente antiliberal de que la democracia goza de hiperlegitimidad por encima de las libertades individuales y que, por tanto, la voluntad de la mayoría puede socavar los derechos de las minorías. Y frente al imperialismo democrático defiendo el liberalismo, es decir, la idea de que son las libertades individuales las que gozan de hiperlegitimidad dentro de cualquier sistema de organización política (incluida la democracia).

Tal como he explicado anteriormente, el liberalismo responde a la pregunta de cuáles son los límites del poder, mientras que la democracia expone cómo debe organizarse ese poder. El imperialismo democrático parte de la base de que es la propia democracia la que decide cuáles son los límites del poder, lo que equivale a decir que tales límites no existen: el imperialismo democrático no es más que un cheque en blanco a la arbitrariedad de las mayorías sobre las minorías. En cambio, el liberalismo defiende que las mayorías no pueden erosionar los derechos de las minorías, entre ellos los de esa minoría absoluta llamada individuo.

Viendo el debate desde esta perspectiva, es obvio que el liberalismo no sólo representa un programa político maduro y exquisitamente experimentado, sino que constituye el sustrato jurídico imprescindible de toda organización política que aspire a respetar a las personas como agentes autónomos. No es verdad que no sepamos qué sucede cuando las mayorías no se arrogan el derecho a determinar cuál debe ser la educación de nuestros hijos; no es verdad que no sepamos qué sucede cuando las mayorías no se arrogan el derecho a determinar qué libros debo leer; no es verdad que no sepamos qué sucede cuando las mayorías no se arrogan el derecho a determinar cómo debo jubilarme; no es verdad que no sepamos qué sucede cuando las mayorías no se arrogan el derecho a determinar qué sustancias puedo tomar; no es verdad que no sepamos qué sucede cuando las mayorías no se arrogan el derecho a determinar con quién puedo casarme. En todo ello tenemos una amplísima experiencia de por qué es preferible respetar a las personas antes que someter sus planes vitales al muy democrático juicio de la mayoría.

 

3. Toda organización —no sólo la democracia— adolece de problemas de coordinación

Por último, ante mi afirmación de que las democracias tienen problemas irresolubles en materia de información, sesgos individuales, agregabilidad de voluntades e incentivos, María responde que “también los tienen prácticamente todos los sistemas de coordinación humana cuando el número de participantes aumenta”. Pero que todos los sistemas tengan tales problemas no equivale a decir que todos los tienen en el mismo grado: en efecto, el ser humano no es perfecto y por tanto ninguna organización que pueda crear será perfecta, pero eso no significa que todas sean igual de imperfectas.

De hecho, me sorprende que María concluya su artículo defendiendo el papel de la ciencia política y económica para, entre otras finalidades, estudiar los diferentes incentivos que impregnan los distintos sistemas de organización social: “creo que los incentivos lo son todo. Estudiemos qué incentivos, qué leyes y qué nuevos modos”. Y me sorprende porque eso es lo que hago cuando expongo los malos incentivos consustanciales a toda democracia: explicar por qué diferencialmente es preferible que la gente interactúe mediante tratos horizontales voluntarios (A y B se asocian voluntariamente y C y D hacen lo propio, respetando cada cual las decisiones ajenas) que mediante imposiciones verticales aun cuando emerjan e un procedimiento democrático (A, B, C y D votan cómo deben asociarse A, B, C y D).

Uno de esos defectos, como explico en el artículo, es que la democracia —sobre todo conforme más extenso sea el tamaño del grupo— incentiva la ignorancia racional del votante: dado que votar implica un coste de participación/información muy alto y unos beneficios de influir en el resultado final muy bajos (¿cuánto vale un voto entre decenas de millones?), lo racional es que o la gente no vote o que vote desinformadamente. Frente a esta conocida y generalmente aceptada teoría de la ignorancia racional del votante, María expone que el mismo fenómeno sucede en un mercado libre: “De la misma manera que mucha gente compra la marca de galletas de toda la vida y no se plantea cuál es la decisión más racional. Esos cálculos de optimización de las decisiones, en la realidad, son ineficientes”.

Y es verdad que la ignorancia racional del votante también le es aplicable al consumidor (junto con muchos otros sesgos de irracionalidad), pero con una esencial diferencia: los errores derivados de la ignorancia del consumidor repercuten sobre el consumidor, mientras que los errores derivados de la ignorancia del votante son externalizados al resto de la sociedad. Cuando el agente es responsable de sus decisiones desinformadas, existen incentivos bien alineados para alcanzar un nivel óptimo de desinformación: cuando el agente no es responsable de sus decisiones desinformadas, existen incentivos desalineados para alcanzar un nivel subóptimo de desinformación. Eso es, justamente, lo que supone estudiar los incentivos de cada uno de los marcos políticos posibles.

 

Conclusión

La crítica a la democracia constituye en tabú en las sociedades modernas. A buen seguro, se trata de un tabú mucho más omnipresente entre los medios de comunicación que dentro de la academia (los académicos llevan décadas poniendo de manifiesto los problemas propios de una democracia: la ignorancia racional de Downs, la irracionalidad de los votantes de Caplan, la inagregabilidad imparcial de las preferencias electorales de Arrow, la inexistencia de autoridad política de las mayorías de Huemer, o la imposibilidad de coordinar a la sociedad mediante mandatos centralizadores de Hayek), pero es indudable que el tabú existe a un nivel similar a lo que podía suponer la blasfemia hace un par de siglos.

Uno puede entender que exista semejante tabú en la sociedad —ya que es especialmente útil para marginar y anatematizar a todos aquellos que aspiran a acabar con todas las libertades instaurando una dictadura liberticida— pero no me queda claro por qué semejante tabú debería darse en el debate intelectual y entre personas cuyo respeto hacia las libertades personales está más allá de toda duda razonable: es decir, no entre personas que promueven una dictadura, sino entre personas que rechazan que el Estado regule ámbitos crecientes de la vida de las personas aun cuando lo haga con apoyo de la mayoría. Y sólo se me ocurre un motivo para que semejante tabú subsista en tales condiciones: tacticismo ideológico. “Si criticar los defectos de la democracia está mal visto, mejor no entrar en debates incómodos”: el argumento podría servirme para quienes aspiren a ocupar oficinas políticas recurriendo a un cierto populismo liberal, pero desde luego no para quienes anteponemos la honestidad intelectual al arribismo.

Desde que la conozco —hace ya bastante años—, María siempre ha exhibido esa honestidad intelectual en la que yo mismo intento reflejarme: siempre ha aborrecido cualquier ambición de poder y nunca ha dudado un instante a la hora de expresar sus opiniones liberales por impopulares que resulten (por ejemplo, cuando ella misma ha criticado los defectos de la democracia). Por eso estoy convencido de que, tras este conjunto de pertinentes clarificaciones, terminaremos coincidiendo en prácticamente todo.


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