Las crecientes dudas sobre la economía china se materializaron este pasado lunes “negro” en un crash de las plazas asiáticas que se extendió como la pólvora por el resto de parqués mundiales. Después de que, durante años, el capital occidental haya estado entrando recalentadamente en las economías emergentes como consecuencia de la represión financiera aplicada por los distintos bancos centrales en forma de políticas monetarias expansivas, ahora cobra forma el miedo a que no sólo el gigante asiático se pare, sino a que su parón arrastre al resto de economías emergentes y a que, en última instancia, termine degenerando en una cadena de impagos de deuda que instale de nuevo la absoluta incertidumbre en los mercados financieros.
A la postre, las ramificaciones de una crisis en China pueden ser muy amplias. Primero, todos los países emergentes que exportaban materias primas o bienes de equipo a China pueden empezar a temer un fuerte hundimiento de su actividad: la triple devaluación del yuan y, sobre todo, el menor ritmo inversor interno harán que sus importaciones de factores productivos extranjeros se resienta muy notablemente. Segundo, aquellos otros países que compitan con China en los mercados internacionales también sufrirán como consecuencia del abaratamiento derivado de la triple devaluación del yuan y del abaratamiento de mercancías chinas a que nos abocará el exceso de capacidad que presentarán algunos de sus sectores. Tercero, todas las empresas de estos países que se hayan endeudado en moneda extranjera (dólares, euros, yenes, etc.) no sólo verán caer sus ingresos, sino también cómo se disparan sus deudas toda vez que las divisas emergentes se deprecien frente al dólar o al euro. Y cuarto, si todos los anteriores riesgos se conjugaran en la mentada crisis financiera mundial, la incertidumbre generalizada podría terminar afectando incluso a las economías desarrolladas a través de una fuga global del capital desde la inversión privada hacia activos libres de riesgos como la deuda pública.
Es verdad que, en principio, las economías desarrolladas serán las menos afectadas por un posible desplome de China, pues de momento están beneficiándose de la reducción de los precios internacionales de las materias primas y de su capacidad de atracción de los capitales que buscan refugio de los emergentes. Pero sería irresponsable imaginar que Occidente va a poder salir indemne de cualquier escenario financiero concebible. Si las dudas y el miedo sobre la marcha de la economía mundial se instalan entre los inversores, inevitablemente saldremos perjudicados en tanto en cuanto los flujos financieros se desviarán desde la inversión en activos privados (bonos u acciones) hacia la deuda pública. Un proceso que podría ser especialmente dañino para economías frágiles (como la española) o para economías cuyo mercado de valores cotiza en precios de burbuja (como la de EEUU). En ambos casos, la inversión privada descendería abruptamente en unos momentos en los que Occidente, y muy en particular España, sigue necesitando de muchísima inversión para transformar un modelo productivo que fue desestructurado por las malas inversiones masivas que precedieron a la Gran Recesión y que sigue pendiente de completar su reajuste.
En última instancia, y más allá de carambolas circunstanciales, que la segunda economía del mundo, junto con todos los restantes países emergentes, entre en crisis no nos beneficia. Las opciones de prosperar de España y del resto de Occidente son tanto mayores cuanto más crezca el resto del planeta y cuanta más confianza informada y razonable reine en los mercados de capitales. Que China y los emergentes se tambaleen es, como poco, una mala noticia para nuestro futuro económico a medio plazo (aunque no necesariamente una noticia dramática); si ese tambaleo termina convirtiéndose en una nueva crisis financiera global en forma de aumento de las aversiones al riesgo y de impagos de deuda, entonces sí sería un auténtico drama para cualquiera economía. También para la nuestra. Por eso, en parte, las bolsas huelen a miedo.