Imaginemos que un matrimonio español se marcha con sus hijos de vacaciones a Siria y que, mientras disfruta de este período de ocio, estalla una guerra civil en el país. Ante el grave riesgo que supone para su seguridad y la de sus hijos, el matrimonio compra anticipadamente unos billetes de avión para regresar a nuestro país pero, una vez en el aeropuerto, descubren que las autoridades españolas les han retirado el pasaporte y que, por tanto, se ven forzados a permanecer en suelo sirio o, como mucho, a vagar apátridamente por las zonas fronterizas de Jordania, Líbano o Turquía.
No me cabe ninguna duda de que semejante situación provocaría la indignación generalizada de los ciudadanos españoles hasta el punto de forzar no solo el cese fulminante del ministro de Exteriores, sino incluso la caída del gobierno en bloque. Nos horroriza siquiera imaginar que podamos quedarnos encerrados con nuestros hijos en semejante infierno bélico o, en el mejor de los casos, en las pauperizadas zonas circundantes. Y, sin embargo, ése es el horror al que los europeos estamos condenando no a una familia, sino millones de ellas cuando denegamos la entrada a suelo europeo a los refugiados de la guerra civil siria.
Acaso se argumente que ambas situaciones no son equiparables: que los españoles en suelo sirio tienen derecho a regresar a Europa, mientras que los sirios carecen de él. Sin embargo, más de que de un derecho individual estamos hablando de una concesión estatal discrecional, pues son los Estados quienes se arrogan la competencia de reconocer, modular o eliminar la circulación de personas entre países (por ejemplo, suspendiendo el tratado de Schengen, el libre tránsito entre países europeos se vería seriamente restringido). De ahí que podamos plantear la cuestión desde otra perspectiva: en lugar de plantearnos si los sirios tienen derecho a entrar en Europa, ¿por qué no nos preguntamos si los Estados europeos tienen derecho a impedir que los refugiados sirios entren en Europa? A la postre, si la posibilidad de que una familia española quede atrapada en una guerra civil en Siria nos parece una contingencia tan horrible, ¿cómo no pensar que existe una presunción a favor del libre movimiento de personas que sólo puede suspenderse en presencia de muy poderosas razones?
En este sentido, el principal argumento que se ha aducido en contra de la entrada de los refugiados sirios es que Europa no tiene capacidad para absorber a los 3,6 millones de personas que están esperando adentrarse en el Viejo Continente. Parece claro que esta presunta imposibilidad de absorción no puede ser ni demográfica ni espacial. La Unión Europea cuenta con 508 millones de habitantes, de manera que 3,6 millones de refugiados apenas representan el 0,7% de su población. Por ponerlo en perspectiva: en 2014, la población de EEUU aumentó en 2,3 millones de personas, el equivalente al 0,72% del total. Asimismo, la densidad poblacional de la UE es de 117,4 personas por kilómetro cuadrado, de modo que si entraran todos los refugiados sirios apenas se incrementaría hasta 118,3 habitantes por kilómetro cuadrado: y ahora mismo la densidad poblacional en Dinamarca es de 128,1 personas por kilómetro cuadrado y la de Alemania, de 230.
Así pues, la imposibilidad de absorción de la que tanto se habla no puede ser demográfica, sino en todo caso económica. ¿Es capaz Europa soportar la incorporación de 3,6 millones de personas a sus economías? ¿Puede España asumir su parte proporcional de cerca de 330.000 nuevos habitantes? La cuestión no deja de resultar sintomática en unas economías como las europeas que suelen deplorar los efectos depresivos del declive demográfico y que lamentan la falta de oportunidades de inversión con las que impulsar su crecimiento y saneamiento financiero: un incremento de la población de esta magnitud debería ser visto como una oportunidad para aumentar la inversión interna y, a través de ella, nuestra producción agregada (no en vano, este tipo de oportunidades ha sido el motor del crecimiento de los países emergentes durante las últimas décadas).
¿Por qué, en cambio, lo que debería considerarse una oportunidad económica es visto como una insoportable carga que merece condenar a millones de personas a los sinsabores del conflicto bélico y de la pobreza? Esencialmente porque hemos creado un sistema económico en Europa donde las personas pobres son incapaces de prosperar por sí mismas salvo como clientes de nuestro gigantesco Estado de Bienestar: nuestras regulaciones laborales, energéticas o comerciales impiden que los trabajadores poco productivos puedan encontrar empleo en la economía formal o puedan montar fácilmente sus propios negocios; y nuestros asfixiantes impuestos proscriben que aquellos que sí hayan encontrado ocupación sean capaces de desarrollar su vida de manera autónoma.
El “modelo (anti)social europeo” está empujando a muchos europeos a repudiar a los inmigrantes, y en este caso a los refugiados de guerra, como parásitos que vienen a quitarnos “lo nuestro” (“nuestros” servicios públicos costeados con “nuestros” impuestos o “nuestros” blindados y escasísimos empleo), cuando en realidad son personas que acuden a Europa buscando, primero, protección frente a una guerra y, segundo, un lugar en el que prosperar junto a sus familias y al resto de la sociedad.
No hay motivos económicos de peso que justifiquen levantar muros para “proteger” a Europa de la “invasión” de los inmigrantes, incluidos los refugiados de guerra. Y si el Estado de Bienestar y las hiperregulaciones estatales constituyeran tal motivo, entonces lo que sobraría sería el Estado de Bienestar y las hiperregulaciones estatales: no los inmigrantes.