Una de las ideas que más han contribuido a propagar algunos sectores de la socialdemocracia es que la riqueza es un juego de suma cero y que, por consiguiente, las personas más desfavorecidas sólo pueden prosperar mediante una redistribución de la misma: los pobres únicamente mejoran su situación si los ricos la empeoran.
Evidentemente, se trata de una perspectiva incorrecta. Hace apenas 200 años, el PIB mundial era de alrededor de 1,1 billones de dólares (con poder adquisitivo actual), de modo que si de verdad la riqueza estuviera dada y sólo cupiera redistribuirla entre una población de 7.300 millones de personas, la renta per capita mundial debería ser hoy en día de 150 dólares anuales. Pero, en cambio, es de 15.000 dólares, esto es, cien veces más que si la tarta de la riqueza estuviera dada.
Por desgracia, los valores subyacentes a esta filosofía redistribucionista han terminado por hacernos olvidar que de la pobreza se sale creando nueva riqueza y que por tanto no necesitamos apropiarnos de la riqueza generada por los demás para prosperar y disfrutar de una buena vida. Las consecuencias de este lavado de cerebro colectivo han sido, en primer lugar, la institución de unos mastodónticos Estados de Bienestar que, con la excusa de equilibrar la distribución social de la riqueza, acribillan a impuestos y regulaciones a sus ciudadanos, les impiden salir adelante por sus propios medios y, en última instancia, los vuelven dependientes de las dádivas estatales.
Pero la segunda de las consecuencias ha sido la de acicatear los sentimientos de xenofobia de parte de nuestros conciudadanos. Evidentemente, los sentimientos xenófobos son muy anteriores al Estado de Bienestar: los grupos humanos se basan en relaciones de confianza y lealtad, de manera que aquellas personas ajenas al grupo son naturalmente consideradas —como mínimo— “sospechosas”. El liberalismo, sin embargo, ha ido contribuyendo a lo largo de los últimos siglos a combatir estas emociones instintivas de las personas: al defender la igualdad moral de todo ser humano y, por tanto, su simétrico derecho a desarrollar en libertad su propio proyecto de vida, el liberalismo proporciona un marco ético universal y cosmopolita que permite cohesionar a personas muy diversas en torno a grupos cuyo eje vertebrador no es ni la etnia, ni la religión, ni la cultura, ni los mitos nacionales, sino el recíproco reconocimiento de tal dignidad —y derechos— a cada miembro del grupo con independencia de sus rasgos o procedencias.
Por el contrario, el mensaje de que la riqueza está dada y de que debe ser redistribuida por el Estado promueve valores opuestos a los anteriores: si la riqueza está dada dentro de un Estado y, por tanto, sus ciudadanos más desfavorecidos sólo pueden prosperar arrebatándoles porciones de esa riqueza a aquellos que disfrutan de porciones superiores a la media, entonces la entrada de inmigrantes constituye una frontal amenaza para las aspiraciones de muchísimas personas (especialmente, clases medias o medias-bajas). “Cuantos más seamos, a menos tocamos al repartir”. La trampa malthusiana se activa en nuestras amígdalas y nos indica que aquí no cabemos todos: que no hay suficientes recursos (riqueza, empleo, camas hospitalarias, escuelas…) para todos.
Así, lejos de reputar al extranjero como una persona con iguales derechos que los nacionales, se legitima a los Estados para que nos protejan de las oleadas de inmigración: razonamos como si los inmigrantes vinieran a arrebatarnos lo nuestro en lugar de a buscar un entorno institucional dentro del que disfrutar de unas oportunidades de promoción personal carentes en sus zonas de origen. No en vano, si la misión del Estado de Bienestar es redistribuir la renta y la riqueza desde los relativamente más ricos a los relativamente más pobres, la entrada masiva de inmigrantes mucho más pobres que los, hasta ahora, “pobres” nacionales europeos necesariamente implicará que estos “pobres” nacionales europeos asciendan a la categoría de “relativamente más ricos”, dejando entonces de ser receptores netos del Estado de Bienestar para convertirse en contribuyentes netos (pagar más para recibir menos).
Por eso, entre otros motivos, los movimientos políticos xenófobos están en plena fase de crecimiento en toda Europa, a pesar de la escasa “presión migratoria” experimentada hasta el momento. Y, por eso, porque hemos interiorizado la mentira de que la riqueza está dada y solo cabe redistribuirla, la única respuesta que muchos son capaces de articular contra estos movimientos xenófobos apenas consiste en exhortarnos a todos los europeos a ser más “solidarios” con los inmigrantes. Pero es un error plantear el debate en estos términos: por supuesto que cada persona debe ser, en la medida de sus posibilidades, solidaria con los inmigrantes (o no inmigrantes) que se hallen en una situación de necesidad; y especialmente gravosa, y merecedora de ayuda, es la situación actual de los refugiados sirios. Mas permitir la entrada de inmigrantes a Europa no es una cuestión de solidaridad, sino de justicia: en ausencia de muy fundamentados motivos para restringir la circulación de personas (de personas, no de extranjeros), esta debería ser tan libre como lo es para los nacionales.
Desafortunadamente, la presencia de una amplia redistribución coactiva de la renta sí convierte la entrada de inmigrantes en un ejercicio de coercitiva solidaridad desde los de dentro hacia los pobres que llegan desde fuera (en realidad, sólo lo hace en parte, pues muchos de los nuevos inmigrantes pueden terminar prosperando lo suficiente como para convertirse en contribuyentes netos): cuantas más personas que requieran la asistencia del Estado importemos, menos quedará para repartir entre los nacionales. Acaso el error de base sea que no debe redistribuirse coactivamente la renta, ni desde nacionales a extranjeros ni entre nacionales: primero, porque la base de la convivencia es el respeto mutuo; segundo, porque la riqueza no está dada y, por tanto, basta con que el Estado no nos impida crearla para que tendamos a prosperar.
Justamente por ello, éste es un debate viciado de raíz que los liberales deberíamos luchar por reenfocar: dado que todos —tanto los que residimos hoy como los que podrían residir mañana si abriéramos las fronteras— podemos enriquecernos conjuntamente en Europa, el principal interés del inmigrante no es, ni tiene por qué ser, el de adherirse al sistema de transferencias del Estado de Bienestar europeo, sino el de poder entrar en un continente donde se le reconozca la suficiente autonomía y los suficientes derechos como para poder prosperar por sus propios medios.
No usemos la excusa de la insostenibilidad del Estado de Bienestar para cerrar las puertas a la sostenibilidad de la libre circulación de personas. Y no demos falaces argumentos a los demagogos xenófobos que ven en los de fuera una amenaza para la estática riqueza que dicen que existe dentro: todos podemos prosperar en armonía cuando se respetan los derechos de las personas. Eso es lo que sí puede exigírsele a cualquier inmigrante (o no inmigrante) para que pase a formar parte de nuestras sociedades: que acepte los principios jurídicos de convivencia estructurados en torno a la libertad individual sobre los que descasan nuestras sociedades. Y eso es lo que podemos reprocharles a todos los que difunden el mito de que sólo cabe redistribuir la riqueza existente: que están socavando la capacidad de las personas para autodeterminarse fuera del paternalista paraguas estatal y que están alimentando en el imaginario colectivo la irreal caracterización del inmigrante como alguien que viene a apropiarse de nuestra escasa riqueza en lugar de como alguien que trata de integrarse en nuestras sociedades para cooperar con nosotros a la hora multiplicar esa riqueza.