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Pitos y libertades asimétricas

por Laissez Faire Hace 9 años
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Decía Marx que la historia siempre se repite dos veces, la primera como tragedia y la segunda como farsa. Y en el reciente caso de los pitidos contra el himno de España, sin duda así ha ocurrido: las pitadas contra el himno de España en la final de la Copa del Rey avivaron trágicas demandas censoras contra quienes ultrajaron la simbología nacional. Varias semanas después del incidente, la historia se ha repetido como farsa: muchos de los que defendieron las sanciones contra las pitadas al himno jalean ahora las pitadas contra el futbolista Gerard Piqué. Siguiendo su exquisita lógica de entonces, deberíamos proceder a sancionar a quienes pitaron al barcelonista: algo que, por fortuna, no me consta que nadie haya propuesto todavía.

¿Por qué tamaña incoherencia? Quienes siguen justificando censurar los pitidos al himno nacional al tiempo que reclaman tolerar los pitidos contra una persona aducen que es más grave lo primero que lo segundo. ¿Y por qué lo consideran más grave? En esta sede, los argumentos se vuelven menos claros pero, en general, suelen ser tres que conviene analizar brevemente.

1. Un himno representa a millones de personas: es más grave pitar a millones de personas que a una sola persona

Si pitar a una persona es grave, pitar a millones de personas ha de ser muchísimo más grave. Hasta aquí, el argumento es totalmente lógico. Mas existe una premisa implícita que dista de ser correcta: pitar al himno no es lo mismo que pitar a las personas que se sienten representadas por el himno. Representado y representante no son idénticos: si lo fueran, no habría representación, esto es, no habría una sustitución de uno por el otro. Pitar al himno español no es pitar a los españoles al igual que quemar la bandera española no es quemar a los españoles.

Por consiguiente, la cuestión correctamente planteada es la siguiente: ¿qué resulta más grave: pitar a una persona o a los símbolos en los que millones de personas se sienten representadas? La respuesta a semejante cuestión depende, a su vez, del sustrato material del representante: si el representante de una persona es otra persona, en determinados contextos puede resultar difícil desligar el pitido al símbolo del pitido a la persona (aunque la distinción no es imposible: cuando se critica a un portavoz político, en principio estamos criticando las ideas que se ven representadas en esa persona, no a la persona en sí misma). Pero, ¿qué sucede cuando el representante no es una persona sino un objeto o un sonido?

Si uno quiere argumentar que es más grave pitar a un objeto representante que a una persona específica, deberá afirmar que la falta de respeto hacia las personas representadas por el objeto ultrajado es más grave que los perjuicios experimentados por una persona al ser pitada (perjuicios que van más allá de la falta de respeto: pues quien sufre directamente los pitidos también padece de un cierto acoso, miedo o intimidación por parte de la masa). En este sentido, uno puede afirmar que el único perjuicio relevante de pitar a una persona es el de faltarle al respeto y que, por tanto, es más grave faltarle al respeto a muchos que faltárselo a uno solo. Pero si entendemos que la falta de respeto a las personas constituye un delito, no podrá dejarse de sancionar las pitadas contra Piqué (aunque sea en menor medida que las pitadas contra el himno). En caso contrario llegaríamos a una muy inquietante conclusión: las ideas, pensamientos o emociones de la mayoría son merecedoras de protección jurídica por ser propias de la mayoría; en cambio, las ideas, pensamientos o emociones de las minorías no son merecedoras de protección jurídica por ser propias de la minoría.

¿Es esa la tesis de aquellos que defienden sancionar a quienes pitan el himno y proteger a quienes pitan a Piqué? Si lo es, aparte de una tesis profundamente antiliberal, es una tesis bastante pobre: es obvio que millones de personas se sienten representadas por Piqué (como jugador de su equipo de fútbol o como ídolo profesional, por ejemplo). Uno incluso podría especular que Piqué representa en todo el mundo a más personas que aquellas que se sienten representadas por el himno de España (que desde luego no son ni siquiera todos los españoles). Por tanto, el argumento de que es más grave pitar al himno que a Piqué porque pitando al himno se ataca a más personas es incorrecto: ni se ataca a las personas, sino a sus símbolos; ni, desde una perspectiva liberal, puede argumentarse que las ideas de la mayoría merezcan una protección especial por ser de la mayoría; ni es verdad que el himno represente a muchísima gente y Piqué no.

2. Un himno representa unas instituciones comunes: es más grave pitar a instituciones comunes que a personas

Un himno nacional representa una idea abstracta (la nación) pero también la estructura estatal que convierte a ese himno nacional en parte de sus símbolos. Por tanto, uno efectivamente puede plantearse si resulta más grave atacar a las personas que a las instituciones que sirven para estructurar la convivencia entre las personas. En este caso, la respuesta deja de ser inmediata: ¿es más grave destruir a una persona o los edificios en los que habitan miles o millones de personas (con grave riesgo de que la demolición aplaste a parte de esas personas)? Intuitivamente, muchos tenderían a responder que lo segundo es más grave y que sí merece una protección reforzada frente a lo primero. Pero la falacia del argumento reside en otro lugar.

Primero, atacar verbalmente una institución no es lo mismo que destruir esa institución. Si los pitidos no ponen gravemente en peligro la institución, simplemente estaremos dándonos cabezazos contra una pared (en cambio, las personas sí pueden verse emocionalmente afectadas por las críticas o los pitidos). No es lo mismo reflexionar sobre el comunismo o la revolución comunista que dar un golpe de Estado e implantar el socialismo real; no es lo mismo escribir sobre cómo demoler un edificio que demolerlo sin consentimiento de sus propietarios.

Segundo, atacar unas instituciones que articulan la convivencia sólo es especialmente grave si son las únicas instituciones que permiten articular la convivencia. Cuando, por el contrario, se critican unas determinadas instituciones que articulan la convivencia porque se las desea sustituir por otras que también permitirían articular la convivencia, la gravedad de ese ataque queda enormemente diluida: si un edificio lo dividimos en dos zonas separadas sin afectar a su funcionalidad, entonces la destrucción del “edificio común” es poco relevante salvo para quienes sintieran una particular afección por la unidad del inmueble.

En el caso que nos ocupa, muchos de quienes pitaron contra el himno de España lo hicieron por aspirar a otro conjunto de instituciones distintas a las actuales (por ejemplo, una comunidad política separada del Estado español) que no adolece de ningún defecto estructural que impida articular la convivencia en condiciones similares a las que ahora mismo se dan dentro del Estado español. Siendo así, la pregunta pertinente es: ¿resulta más grave pitar a las instituciones actuales por proponer otras instituciones alternativas igualmente legítimas que pitarle a una persona? Las instituciones importan porque las personas importan: si el bienestar de las personas fuera irrelevante, las instituciones también lo serían. No parece demasiado coherente exigir un escrupuloso respeto (sancionado penalmente) a unas instituciones que no son las únicas que pueden articular la convivencia entre las personas al tiempo que se minusvalora el respeto que merecen las personas concretas.

3. Las personas ofenden a otras personas y pitarles es una respuesta proporcional a esa ofensa: los himnos no ofenden a nadie y no merecen ser pitados

La última línea de defensa para justificar las sanciones a los pitidos contra el himno y a la vez permitir los pitidos contra Piqué es que este último lleva meses provocando a los españoles y que, por tanto, pitarle fue una proporcional y legítima reacción a tales provocaciones. Mas si las provocaciones previas justifican los pitidos, ¿acaso muchos de los que ultrajaron al himno no pudieron sentirse provocados durante años por políticos o por personas que dicen estar representadas por ese himno? ¿Acaso no pudieron juzgar que las instituciones estatales representadas por el himno constituyen no ya una ofensa sino un opresor ataque contra su derecho a la autoorganización política? No busco entrar en el debate de si tales juicios son acertados o no, como tampoco busco entrar en el debate de si Piqué lleva meses “provocando” a los españoles o no: en ambos casos caben opiniones relativamente razonables a favor o en contra.

Y si caben opiniones relativamente razonables en sendos sentidos, no es lógico justificar un derecho de sanción sólo allí donde a nosotros nos interese. Si aquellos que se sienten provocados poseen el derecho a pitar sin ser sancionados, semejante criterio aplicará tanto a quienes ultrajan al himno como a quienes agravian a Piqué. De hecho, es esta absoluta subjetividad a la hora de apreciar quién nos está ofendiendo lo que desaconseja otorgar al ofendido la potestad para castigar violentamente al presunto ofensor: mientras que la presencia o ausencia la violencia física es bastante fácil de determinar, la presencia o ausencia de “violencia verbal” es altamente subjetiva (o dicho de otro modo: las personas muy susceptibles y poco tolerantes gozarían de mayor derecho para censurar a los demás que las personas pacientes y con manga ancha). Si uno puede pitar a Piqué por entender que éste le provocó, otros pueden pitar al himno español por entender que éste es una provocación contra sus ideales y reivindicaciones.

Conclusión

Pitar es una forma probablemente vulgar, primitiva y poco educada de criticar. Pero es una forma de criticar, a saber, de expresar nuestro desacuerdo con alguna persona, objeto, institución u opinión. La libertad para pitar es, pues, una forma de libertad de expresión que merece ser protegida en los mismos términos que otras manifestaciones de la libertad de expresión: que nos desagraden los pitidos no es motivo suficiente para prohibirlos, al igual que nuestra desafección con la filosofía socialdemócrata o con el budismo no constituyen razones suficientes para prohibirlos. Uno es ciertamente libre de instaurar normas dentro de su propiedad (por ejemplo, dentro de una Iglesia es lícito prohibir las ofensas contra esa confesión) o mediante contratos (por ejemplo, yo renuncio a insultar a tu religión a cambio de que tú renuncies a insultar a la mía), pero no debería imponer coactivamente su voluntad sobre los demás sin su consentimiento.

La facilidad con la que muchos de los que quisieron censurar los pitidos al himno han aceptado los pitidos a Piqué debería hacerlos reflexionar sobre el sistema normativo que defienden: las leyes que articulan la convivencia entre personas muy diversas no pueden adaptarse a las preferencias o a los caprichos de un grupo reducido de personas, sino que deben intentar compatibilizar pacíficamente los proyectos de todas ellas. Por eso, aunque nos desagraden, no debemos sancionar los pitidos contra el himno y por eso, aunque nos desagradem, no debemos sancionar los pitidos contra Piqué. Rechazar la mala educación no es lo mismo que querer prohibirla.


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