Con su característico estilo iconoclasta, Javier Pérez nos ofrece hoy su visión, nada agradable, de cómo se puede desarrollar el colapso y de cómo no sirve de nada caer en la autocomplacencia del que al final tuvo razón.
No hace mucho publiqué una novela sobre los años treinta, titulada “Violín negro en orquesta roja”. El argumento gira en torno a la gran Purga de Stalin de 1937 y en cómo esta se originó en el temor de Stalin de que su propio ejército estuviese organizando un golpe de Estado contra él. Esos eran los hechos, aderezados de espionaje, enfrentamiento político y novela negra, pero la idea central era analizar el miedo como agente. Algo muy actual, me temo.
El miedo es una especie de tigre desbocado, muy difícil de cabalgar. Cuando el miedo se desata, ni siquiera el que lo desencadena puede sentirse libre de su zarpazo, porque el que hace temer, teme a su vez, originando una espiral difícil de detener.
Y hoy, vivimos en el miedo. Quizás no sea todavía un miedo con todas las letras, claro y nítido como la hoja del cuchillo con que te amenazan en una calle oscura, pero hay miedo. Hay miedo a seguir en la pobreza después de encontrar un trabajo. Hay miedo a que el esfuerzo no se vea recompensado de ninguna manera. Hay miedo a que el futuro sea cada vez más gris, o más frío, o menos tranquilo.
Algunos nos esforzamos en tratar de identificar los orígenes del problema y, con más o menos acierto, nos juntamos en sitios como este para debatir si es la energía, o la deuda, o la superpoblación, o la gestión del agua lo que está tras esa sensación de desasosiego. La mayoría, sin embargo, quizás con mayor pragmatismo, no se preocupa de aquello que considera fuera de su control y sostiene una sana higiene psicológica negando cualquier problema o achacando la situación a un ciclo más de los de toda la vida.
Y así, por mucho que nos esforcemos en hablar de energías renovables, comunidades de base, permacultura y agricultura sostenible, todas esas alternativas al sistema siguen y seguirán siendo minoritarias, probablemente hasta dos minutos antes del colapso, o más probablemente, hasta diez días después.
La cuestión es que todos los que se burlan del peak oil, de la escasez de recursos y de los problemas del agua seguirán ahí cuando llegue el momento de la caída. El problema es que todos los tecnooptimismas, los cornucopianos, los que creen que ya se inventará algo o que hay recursos para todos por tiempo ilimitado, también seguirán ahí. Su error no los va a disolver. Su irresponsabilidad no los va a multiplicar por cero: seguirán ahí, manteniendo su mayoría.
Y cuando llegue el gran batacazo no se van a conformar con un “ya te lo dije”. Los que se rieron de los que les explicaban la situación real, los que se burlaron de todas las advertencias no se van a encoger de hombros y limitarse a desaparecer: van a extender el miedo, buscar un culpable y reaccionar por encima, muy por encima, de lo necesario y lo razonable. ¿Y sabéis por qué? Porque no tendrán ni idea de lo que ha sucedido, no estarán preparados para asumir lo que se les viene sobre sus cabezas y no estarán en modo alguno dispuestos a reconocer que se han equivocado. Como mucho, dirán que un grupo malvado lo planeó todo en una oscura sala gótica, porque es mejor pensar que hay alguien a los mandos que sospechar que el avión va sin piloto.
Y aunque estuviesen dispuestos a asumir su error, ¿de qué serviría? Creo que lo que mejor ilustra el núcleo del asunto es lo que me respondió un amigo al que traté de hablarle de la situación energética: “Mientras quede algo, hay que disfrutar de ello, y cuando no quede nada, habrá que pelear por sobrevivir, como los demás, como los que prefirieron ahora renunciar a las últimas migas”. Y en su visión simple y cortoplacista, tenía razón.
Ser consciente de lo que sucede no te va a librar de las puñaladas el día que todo se vaya al carajo. Conocer la agricultura ecológica no te va a librar de los saqueadores cuando llegue el hambre. Tu vecino, el que ahora se descojona de ti a mandíbula batiente cuando le dices que las cosas van muy mal, no se va a conformar con un “ya te lo dije” y se presentará a tu puerta, armado, con otros energúmenos como él, para llevarse lo que pueda quedar en tu casa. Y ese día, lo mismo que te sucede hoy, no te servirán de nada tus razones. Lo único que te librará ese día es haberte hecho amigo de otros energúmenos, también armados, que hablen su mismo idioma y los pongan en fuga a tiros o cañonazos.
Cuando haya cinco patatas y treinta bocas, el primero que sobrará será el que tenga la feliz idea de decir “aquí no sobra nadie”. Cuando se enfrenten las culturas para imponer un modo de vida, el primero que sobrará será el que diga que todas las culturas se equivalen. Cuando llegue la hora de la desconfianza y el sacrificio, y se necesiten comunidades locales fuertes, el primero que sobrará será el cosmopolita, porque las comunidades locales fuertes, con lazos sociales sólidos, esas que tanto alabamos y proponemos como solución, no son ni abiertas ni cosmopolitas. Cuando llegue la hora de recordar cómo se suma y cómo se resta, los que ahora pasan de todo y se burlan del problema seguirán siendo mil contra uno, seguirán mirando a su alrededor en busca de su propio beneficio, como ahora, y seguirán sin aceptar que puede haber más razones que las suyas.
El día del gran debate, cuando llegue la realidad a arbitrar quién estaba en lo cierto, te pasará como hoy: igual que se burlan de tus razones porque estás en minoría se burlarán de tus derechos si no puedes defenderlos de una manera efectiva. Será como en mi novela: el miedo se impondrá a cualquier consideración, y unos por supervivencia y otros por placer, impondrán la ley del “me da igual lo que dijiste. Hoy han cambiado las reglas”. Y será de nuevo la gran purga.
La de los inocentes, los ingenuos, y los comeflores.
Javier Pérez