En contra de lo que desde hace meses venían esperando la mayoría de analistas, la Reserva Federal estadounidense optó por no subir los tipos de interés este pasado jueves. Tras permanecer siete años en la cota del 0%, el banco central estadounidense se había comprometido implícitamente a comenzar a revertir su ultra-acomodaticia política monetaria este mismo mes de septiembre. Pero no lo ha hecho. Acaso muchos tomen su decisión como una buena noticia: cuanto más tiempo permanezca abaratado el crédito, tanto más se consolidará la recuperación. Sin embargo, dos cautelas deberían acompañar tan benevolente planteamiento.
La primera es que, a la vista de las decisiones de la Fed, la recuperación de la economía estadounidense no parece haber ganado un impulso suficiente como para subsistir sin el auxilio de unos tipos de interés artificialmente bajos. Que su banco central crea imprescindible desdecirse a sí mismo, debería llevar a plantearnos cuán sólido y autónomo está siendo el actual crecimiento económico.
Muy en particular, a la Fed le preocupa la incertidumbre asociada a la frágil coyuntura que están experimentado los emergentes (Brasil, Rusia y muy en especial China): una subida de tipos aceleraría la fuga de capitales desde estos países hacia EEUU, lo que estrangularía todavía más su muy delicada situación financiera actual. Y, de rebote, una crisis agravada entre los emergentes —unida, por ejemplo, a una ronda de devaluaciones monetarias como las que ya protagonizó China este pasado mes de agosto— terminaría perjudicando las perspectivas de crecimiento de la economía estadounidense.
Dicho de otra manera, la Fed ha terminado convirtiéndose en el banco central de todo el planeta: su política monetaria ya no atiende únicamente a la situación de EEUU, sino también a la de todos los países que mantienen conexiones financieras y comerciales con EEUU. Mas justamente eso constituye parte del problema actual: la segunda cautela que debemos mantener con respecto a las políticas monetaria expansiva de la Fed es que tienden a degenerar en burbujas de sobreendeudamiento generalizado. En 2002, fueron los bajos tipos de interés de la Fed y del Banco Central Europeo los que espolearon la burbuja inmobiliaria y de deuda actual; desde 2010, las políticas de “dinero barato” de la Fed terminaron filtrándose y contaminando a los emergentes con burbujas financieras propias. De los polvos monetarios de 2010 vienen los lodos emergentes actuales que presuntamente impiden la subida de tipos de la Fed.
Lo que comenzaron siendo medidas monetarias excepcionales han terminado convirtiéndose en la nueva normalidad. El discurso del pasado jueves de Janet Yellen, presidenta de la Fed, fue tan sumamente escéptico con respecto a la posibilidad de subir tipos que la mayoría de inversores ha empezado a descartarla para el corto y medio plazo. Yellen incluso llegó a plantear la posibilidad de que los tipos, lejos de subir, sigan bajando: a saber, contempló la posibilidad de instaurar tipos de interés negativos. Acaso así se entiendan mejor las palabras del anterior presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, quien hace unos meses pronosticó que los tipos de interés no regresarían a sus niveles habituales en todo lo que le quedaba de vida.
En suma, hemos querido superar la crisis dopando a las economías nacionales —con planes de estímulo fiscales y con planes de estímulo monetario— en lugar de aceptando los sacrificios propios de todo período recesivo. La muy necesaria flexibilización de los mercados y la imprescindible promoción del ahorro público y privado han sido reemplazadas por la apoteosis del gasto público coadyuvado por el crédito barato de los bancos centrales. Incluso aquellos que piensan que tales intervenciones han sido exitosas a la hora de acelerar la superación de la crisis que esas mismas intervenciones generaron, no pueden ahora más que reconocer los problemas consustanciales a comenzar a retirarlas. En cierto modo, los estímulos artificiales han esclerotizado y fragilizado nuestros aparatos productivos al tiempo que han generado gravosísimas distorsiones entre las economías emergentes.
En España, y en la zona euro en general, deberíamos tomar buena nota de ello. Desde marzo de este año, el BCE está inmerso en una política monetaria expansiva pese a que el propio Mario Draghi ha reconocido en numerosas ocasiones que sólo constituye un parche que no puede sustituir a las reformas y las consolidaciones presupuestarias. Por desgracia, en Europa se ha congelado desde hace meses todo impulso de liberalización económica: y si la mucho más flexible economía estadounidense está teniendo problemas para comenzar a retirar su política monetaria acomodaticia siete años después de iniciarla, nosotros corremos el riesgo de volvernos adictos a ella durante varias generaciones. Pero esclerotizar las economías no es la receta para lograr un crecimiento sano, robusto y sostenible a largo plazo: es la receta para consolidar la crisis escondiéndola debajo de la alfombra.
Desde el exterior
Si las políticas monetarias expansivas no parece que hayan servido para restaurar un crecimiento sostenido en EEUU, desde luego no están contribuyendo en nada a mejorar la situación económica de Japón. El miércoles pasado, la agencia de calificación Standard and Poor’s rebajó el rating del gobierno nipón desde AA- a A+ al considerar improbable que la economía vaya a crecer lo suficiente como para compensar el enorme aumento de la deuda pública que sigue experimentando el país.
La amenaza
Pero Standard and Poor’s no sólo rebajó la semana pasada la nota de Japón, sino que también colocó en perspectiva negativa a la deuda del Ayuntamiento de Madrid. El motivo no es otro que el riesgo de quitas derivado de la auditoría de la deuda iniciada por Ahora Madrid. Cuanto más avance la auditoría y la amenaza de quitas, más repudiada socialmente será la deuda del consistorio y más difícil resultará colocarla en los mercados.
El disparate
En una reciente entrevista, Pablo Iglesias calificaba al capitalismo como un sistema “ontológicamente abyecto”. La realidad es que, bajo un capitalismo liberal “ontológicamente abyecto”, Pablo Iglesias podría, si lo quisiera, montar una comuna socialista junto con todas aquellas personas que desearan integrarla. En cambio, bajo un sistema socialista “ontológicamente noble”, Pablo Iglesias y el resto de ciudadanos tendríamos prohibido crear una empresa capitalista. Debe de ser que, para el líder de Podemos, el prohibicionismo coactivo es más moralmente virtuoso que el asociacionismo voluntario.
A costa del contribuyente
El gobierno alemán se plantea recortar en 2.500 millones de euros el gasto público y destinar otros 3.500 millones procedentes de su superávit presupuestario para financiar la acogida de inmigrantes. Una sociedad liberal, abierta y próspera debe abrazar la libertad de circulación de personas, pero no debe hacerlo de la mano de una fuerte redistribución interna de la renta. Si a los alemanes les sale crecientemente caro que los extranjeros se conviertan en sus vecinos, tarde o temprano terminarán estableciendo dañinos controles fronterizos. El inmigrante no necesita ayudas estatales: sólo necesita que le dejen entrar en Europa para ganarse la vida de manera esforzada y honrada.