Uno de los artículos más polémicos de entre todos los publicados en el Instituto Juan de Mariana durante los últimos meses ha sido el de En defensa de las “mafias” traficantes de refugiados, de Fernando Herrera. Probablemente, la frase que mayor indignación haya generado sea la siguiente: <<Las “mafias traficantes de refugiados”, tan denostadas, son realmente los únicos empresarios que se están jugando el pellejo y la propiedad, para dar alguna vía de escape a tantas personas en situación desesperadas>>.
Y la indignación es en buena parte comprensible. Fernando Herrera asegura querer describir la actividad de los traficantes de refugiados de la manera económicamente más aséptica posible: un empresario es una persona que invierte con ánimo de lucro para proporcionarle un servicio a otra persona. Tomando esta definición aséptica, dentro del término “empresario” caben desde el honrado autónomo que a duras penas llega a fin de mes hasta los cárteles de droga o los sicarios, pasando evidentemente por las mafias traficantes de refugiados. Pero, ¿realmente es éste el uso socialmente mayoritario que se vincula a la palabra empresario?
No, las palabras no tienen un único significado, sino dos: el denotativo y el connotativo. En este sentido, el término empresario sigue poseyendo, por fortuna, connotaciones sociales muy positivas (esfuerzo, dedicación, servicio, inteligencia, honradez, cumplimiento de las obligaciones, calidad del servicio, voluntariedad, etc.) de las que en absoluto son acreedores los traficantes de refugiados. El propio Fernando Herrera los tacha reiteradamente en su artículo de “personas sin escrúpulos, dispuestas a sacar hasta el último cuarto de la escasa riqueza de los refugiados” a cambio de un tipo de transporte “en condiciones son infrahumanas”. Pero, sin ser consciente de ello —o no importándole en absoluto—, al calificar a esos seres sin escrúpulos de “empresarios”, Fernando está atribuyéndoles a esos despreciables traficantes todas las connotaciones positivas socialmente vinculadas al empresariado. ¿Acaso no nos escandalizaríamos si alguien calificara a asesinos, violadores o genocidas de “empresario”? Según la laxa definición que tomáramos de empresario podríamos hacerlo, pero la probabilidad de que molestáramos a muchos lectores sería altísima.
Pues lo mismo con las mafias: ¿se merecen las mafias de traficantes que se las enaltezca integrándolas en una categoría socialmente bien considerada como es el empresariado? No, ni ellas se merecen ese espaldarazo indirecto ni los empresarios honestos se merecen semejante insulto. Cuando uno escribe con la pretensión de abstraerse y generalizar, empleando términos propios que no son compartidos por la mayoría de lectores, debe tener mucho cuidado con lo que escribe y con cómo lo escribe (especialmente, si tiene propósitos divulgativos y persuasivos): lo que “yo” entienda de mi texto no será necesariamente lo que el lector entenderá del mismo, y en la medida de lo posible hay que intentar minimizar la ambigüedad (sobre todo cuando la misma afecta a las circunstancias muy duras y dramáticas de miles de personas).
No se trata de que, con tal de no importunar al lector, no se pueda efectuar un análisis económico de las mafias importando herramientas analíticas que se usan en otros sectores (oferta, demanda, precio, riesgo, beneficios, inversión… incluso “empresario”), pero si uno toma este camino —que aparentemente es el que quería seguir Fernando— debe ser muy cuidadoso de no dar el salto desde la economía positiva (“la mafia hace esto”) a la economía normativa (“en defensa de la mafia”): para defender la actividad de las mafias hace falta mucho más que equipararlas en algunos aspectos a lo que hacen los empresarios.
Claro que, a la vista de lo anterior, uno podría pensar que los errores del artículo de Fernando Herrera son meramente formales (no medir adecuadamente las implicaciones de incluir en la categoría de empresarios a los traficantes de personas y dar un salto inconsciente desde enunciados positivos a normativos). Pero no: la aséptica descripción sin matices que efectúa Fernando de la actividad de las mafias termina transmitiendo una visión demasiado generosa de las mismas.
Que las mafias prometan proporcionar un servicio a cambio de un precio no permite en sí mismo equiparar su actividad a la del resto de empresarios ni, mucho menos, sugerir que su existencia es compatible con el liberalismo. Tomemos la descripción del “servicio” proporcionado por una de esas mafias según una de sus víctimas:
Me encontré a un traficante y le conté mi historia. Él actuaba como si le importara sobremanera y quisiera ayudarme. Me prometió que por 1.000 euros podría trasladarme a una isla griega. Me juró no ser como otros traficantes, pues era creyente y tenía hijos, de modo que no dejaría que nada malo me sucediera. Confié en ese hombre. Una noche me llamó y me citó en un garaje. Me colocó en una furgoneta con otras 20 personas. Allí dentro también había bidones de gasolina que nos impedían respirar. La gente comenzó a gritar y a vomitar. El traficante sacó una pistola y nos amenazó con disparar si no nos callábamos. Nos llevó a la playa y preparó el barco, mientras su compañero nos seguía apuntando con la pistola. El barco estaba hecho de plástico y medía tres metros. Una vez subimos, todo el mundo entró en pánico cuando el barco comenzó a hundirse. Trece personas tenían tanto miedo que querían irse, pero el traficante nos instó a cambiar de opinión, ya que no tenía pensado devolvernos el dinero y, por ello, siete de nosotros decidimos continuar. El traficante se comprometió a llevarnos a la isla, pero tras unos cientos de metros recorridos, saltó del barco y nadó hasta la orilla. Nos indicó que siguiéramos recto. Las olas eran cada vez más altas y comenzaron a golpear el barco. Estaba todo oscuro. No podíamos ver ni tierra, ni luces, sólo el océano. Después de 30 minutos, el motor se detuvo. Sabía que íbamos a morir todos. Estaba tan asustado que mi mente se paró. Las mujeres comenzaron a llorar porque ninguna sabía nadar. Les mentí y les indiqué que yo podía nadar con tres personas a mis espaldas. Comenzó a llover y el barco empezó a moverse en círculos. Todos estábamos tan asustados que no podíamos ni hablar. Pero una persona siguió intentando poner en marcha el motor y tras unos minutos arrancó. No sé cómo fuimos capaces de llegar a la orilla, pero recurso que besé la tierra tan pronto como la alcancé.
¿Qué ve uno aquí? ¿Un servicio empresarial puro o extorsión, estafa y tentativa de homicidio? Yo ciertamente lo segundo. Por supuesto se trata de un caso aislado que no tendría por qué ser representativo de la actitud de los traficantes de personas (podría ser puro cherry picking anti-mafias), pero el número de casos asimilables al anterior sí parece ser lo suficientemente grande como para no considerarlos eventos excepcionales. Los mercados negros, al ser mercados en la clandestinidad y de trato no recurrente, facilitan todo tipo de abusos y fraudes entre las partes. Y es que la publicidad, el prestigio, la marca, la concurrencia abierta, la sistemática contractual, los tribunales (privados o públicos) o incluso la buena fe, que son los mecanismos típicos que mantienen a raya las ansias de una parte de parasitar a la otra, no operan en los mercados negros —especialmente en actividades tan dadas a atraer personas sin escrúpulos como ésta— y, por tanto, no es de extrañar que trágicos sucesos como el anterior se reproduzcan en masa.
No en vano, el propio Fernando reconoce en su artículo que “los análisis realizados de los transportes utilizados revelan que sus condiciones son infrahumanas en muchos casos y que a la menor complicación se abandona a su suerte a los refugiados, dejándoles con escasas posibilidades de sobrevivir”. ¿De verdad consideramos que el servicio típico prestado por un empresario es el de no prestar el servicio, el de abandonar a su suerte al cliente y el de dejarlo tirado con escasas posibilidades de sobrevivir? Si aceptamos que esos son patrones corrientes de comportamiento de las mafias —y Fernando parece aceptarlo— me cuesta ver cómo asimilar sus fraudes mortales a un servicio empresarial al uso.
Pero vayamos más allá. Imaginemos que las mafias sí respetaran exquisitamente sus obligaciones contractuales y que éstas se negociaran sin mediar ningún tipo de violencia o intimidación. ¿Realmente serían equiparables a los empresarios que prevalecen en un mercado libre y que los liberales solemos poner como ejemplo de coordinadores sociales? No: este tipo de mafias serían en todo caso un ejemplo de empresarios políticos que intentan aprovecharse de las absurdas regulaciones estatales para obtener lucros en condiciones privilegiadas (muy parecidos, por ejemplo, al caso que recientemente he criticado de Martin Shkreli). En concreto, el Estado prohíbe el libre tránsito de personas entre países y, al hacerlo, les está otorgando a las mafias un oligopolio para el transporte de personas: es merced a esa estructura oligopolística de mercado, creada indirectamente por las propias normativas estatales, por lo que las mafias traficantes pueden prestar servicios de calidad mortalmente deficiente a muy elevados precios.
Los liberales solemos ser muy críticos contra todos aquellos agentes que cabildean para que el Estado los proteja de la competencia: por razones muchísimo menos graves, solemos criticar con contundencia a taxistas, farmacéuticos, estanqueros, agricultores occidentales, mineros o directivos de grandes eléctricas, constructoras o bancos. Por ejemplo, veamos de qué forma criticaba dos años antes Fernando Herrera a los taxistas madrileños por lucrarse merced a la restricción estatal de la competencia:
Esto es lo que significa la existencia de barreras legales libre de polvo y paja: unos cuantos individuos forrándose a costa del resto de la sociedad. Unos cuantos individuos cobrando durante años un extra-precio de 15 Euros a cada conciudadano que haya precisado sus servicios para ir al aeropuerto de Madrid. Año tras año, robando a los demás individuos de forma insospechada, incluso para los propios beneficiarios.
¿Acaso estas mismas líneas, pero muchísimo más duras, no podríamos aplicárselas a los traficantes de personas? Si existiera liberta migratoria, si empresarios honestos y preocupados por sus clientes pudiesen ofrecer públicamente servicios de transporte a los refugiados, las mafias desaparecerían. Por tanto, es perfectamente lícito caracterizar a las mafias —incluso a aquellas que no violaran ningún derecho de los refugiados— como un terrible subproducto del intervencionismo estatal: uno de esos subproductos que viven, medran y se lucran a costa del cercenamiento de libertades ajenas.
¿A qué viene, entonces, escribir un artículo “en defensa” de las mafias? ¿Qué es exactamente lo que hay que defender de las mafias? ¿Que se atreven a invertir su dinero en quebrantar una ley del Estado (las restricciones estatales al libre movimiento de personas) que los liberales creemos que no debería existir? Eso es perder completamente de vista que, si tal ley no existiera, las mafias tampoco lo harían y que, por tanto, defender las mafias es defender una manifestación de algo que creemos que no debería existir. Por supuesto que si la única crítica que cupiera dirigir contra las mafias es que son un subproducto estatal (y no que violan recurrentemente las libertades de las personas y sus obligaciones contractuales) la magnitud del reproche debería ser mucho menor, pero aun así me cuesta ver la necesidad de defender a los traficantes de personas cuando el verdadero objetivo de un liberal no es que se consoliden y prosperen, sino que desaparezcan al ser sustituidas por servicios regulares de transporte prestados por empresarios verdaderamente ejemplares.
En suma, formalmente la “defensa” de las mafias por parte de Fernando exhibe muy poco tacto; en cuanto al fondo del artículo, éste transmite una imagen demasiado generosa con las mafias y no las somete al mismo rasero crítico que a otros sectores generados por el intervencionismo estatal. Lo que tiene mucho más sentido afirmar desde un punto de vista liberal es que el intervencionismo estatal es tan horroroso que genera mafias y que, por tanto, la mejor forma de acabar con las mafias es abriendo las fronteras. Este último y esencial mensaje, que ciertamente está contenido en el artículo de Fernando, me temo que queda desdibujado en medio de otras muchas afirmaciones bastante más aventuradas y controvertidas.