Dinamarca es en muchos sentidos un país envidiable: su renta per cápita es un 30% superior a la española, goza de pleno empleo, la percepción social de la corrupción es la más baja del planeta y sus ciudadanos figuran en casi todos rankings entre los más felices del mundo. Acaso por todo ello, se haya convertido en el espejo en el que todos los partidos españoles quieren mirarse. Incluso en EEUU, el candidato demócrata Bernie Sanders ha exhortado a copiar el modelo danés.
Ahora bien, mucho me temo que existe una percepción errónea bastante generalizada sobre cuál es el modelo danés: la mayoría de personas opta por centrarse en las partes del sistema aparentemente atractivas (cuánto recibo del Estado) olvidándose de los costes asociados que posibilitan las primeras. Baste echarle una ojeada a tres importantes aspectos del marco institucional de Dinamarca: su mercado laboral, su sistema tributario y su sistema de pensiones.
Comencemos por el mercado de trabajo: en Dinamarca, no hay salario mínimo interprofesional, la indemnización por despido es prácticamente inexistente (un máximo de seis mensualidades de salario para quienes lleven más de quince años en la empresa), el empresario no paga nada en concepto de cotizaciones sociales y la negociación colectiva lleva casi 30 años descentralizándose para acercarla al nivel de la empresa en la mayoría de asuntos relevantes (como salario u horas de trabajo). De hecho, el 25% de los trabajadores daneses ni siquiera están cubiertos por un convenio colectivo en el sector privado, negociando de tú a tú con el empresario. En suma: Dinamarca disfruta de pleno empleo merced a un mercado de trabajo altamente liberalizado.
Con respecto a los impuestos, Dinamarca se caracteriza por una fiscalidad sobre el consumo tremendamente agresiva. Sólo hay un tipo único de IVA al 25%; el impuesto a la electricidad representa alrededor del 60% del precio final del kWh, casi el triple que en España; y la lista de impuestos especiales es interminable: sobre productos petrolíferos, el carbón, el gas natural, la emisión de CO2, de dióxido de azufre y de dióxido de nitrógeno, los platos, vasos y cubertería de plástico, las baterías, el agua, el despilfarro de agua, los neumáticos, las bolsas de plástico, los automóviles, el alcohol, el café, el té, el helado, el azúcar, el tabaco, el papel de liar, el juego, las nueces y almendras, los seguros, etc.
Y, a su vez, la fiscalidad sobre las rentas del trabajo tampoco se queda corta. Trasladando su escala de IRPF al caso español, entre 3.000 y 19.000 euros pagaríamos el 37,5% (frente al 19% o 24% ahora mismo), entre 19.000 y 23.000 euros, el 43,5% (frente el 30%, ahora mismo), y a partir de 23.000 euros, el 59%. Eso sí, el Impuesto de Sociedades exhibe un tipo nominal del 22% (frente al 25%-30% español) que, una vez consideradas el resto de deducciones empresariales, se reduce hasta el 7,5% (frente al 20% español).
Por último, el sistema de pensiones danés se basa en una pequeña pensión pública complementada por una pensión privada. La pensión pública básica asciende a un máximo del 17% del salario medio (unos 4.000 euros anuales en España) y sólo puede accederse a ella a los 67 años y tras haber cotizado 40. El resto de la pensión danesa procede de fondos privados (el ATP, de contribución obligatoria, y otros voluntarios). Sólo aquellas personas con insuficiente pensión privada ven complementada la pública básica con una suma que en España equivaldría a un máximo de 5.000 euros anuales adicionales (de modo que la pensión pública máxima ascienda al equivalente a 9.000 euros españoles).
Todo esto también es Dinamarca, pero seguro que casi nunca se lo han contado así. Nuestros partidos pretenden importar aquellos aspectos más vendibles entre los españoles, ocultando todos aquellos otros con peor prensa pero que resultan esenciales para que el Estado mastodóntico danés no se desplome. Si PP, PSOE, Ciudadanos y Podemos quieren ser como Dinamarca, lo primero que deberían hacer es contarnos cómo es Dinamarca realmente. En caso contrario, sólo nos estarán mintiendo para cazar nuestro voto y para justificar sectariamente crecimientos hiperbólicos del intervencionismo estatal.