Esta semana causó revuelo el “descubrimiento” del Centro Internacional de Investigaciones sobre el Cáncer (CIIC) –de la Organización Mundial de la Salud (OMS)-, de que el consumo de carnes rojas y procesadas es “probablemente carcinógeno” para los humanos. Esta asociación se observó sobre todo en el cáncer colorrectal, pero también en el de páncreas y próstata.
El CIIC concluyó que 50 gramos de carne procesada al día “aumenta el riesgo de cáncer colorrectal en un 18%.” Aunque reconoce que el riesgo es más o menos pequeño, aumenta en proporción con la cantidad consumida.
Con estos hallazgos la OMS apoya su recomendación de limitar el consumo de carne y de que las agencias gubernamentales correspondientes realicen evaluaciones para “poder brindar las mejores recomendaciones dietéticas posibles”. Hasta ahí todo muy bien.
Un familiar me cuestionó sobre por qué si se sabe que determinados productos eran cancerígenos, no se prohibían. Respondí que porque la gente es la que debe decidir qué le conviene, gusta o prefiere consumir, y en automático, el asunto me remitió al mucho más escabroso tema de la legalización de las drogas.
Dos son los argumentos básicos para su prohibición: que “hacen daño” y que son adictivas.
Con ello en mente la lógica parece correcta. El problema es que si aceptamos la primera justificación, entonces también deberíamos pensar en prohibir productos altamente nocivos como la carne roja o procesada, que ya nos dijo la OMS que provocan una de las enfermedades más terribles: el cáncer.
Siguiendo la segunda justificación, también deberíamos hacer ilegal el alcohol y el tabaco, dos drogas legales que matan gente por millones en todo el mundo. Hay sin duda quien incluso estaría feliz de que se prohibieran el azúcar o la sal, que en exceso también pueden traer problemas serios de salud.
Pero el punto es, ¿debe entonces prohibirse el tocino, el alcohol, los refrescos o los cigarros? La respuesta por supuesto, es no.
Esta pregunta que suena absurda, por desgracia, no lo parece tanto en el tema de las drogas ilegales, a pesar de provocar menos muertes y en algunos casos, ser menos adictivas que otras sustancias.
Según la prestigiosa revista médica The Lancet, que clasificó 20 drogas legales e ilegales en un estudio, la adicción y daño físico que provocan el alcohol y el tabaco son mayores que los de la mariguana (ver gráfico al final del artículo).
Asimismo, según la misma OMS cada año 3.3 millones de personas mueren cada año en el planeta por el consumo de alcohol, y más de cinco millones por consumir tabaco. En cambio por las otras drogas, la cifra de muertes asociadas es de poco más de 187 mil personas anuales.
No faltará quien diga que las “pocas” víctimas se deben a la prohibición, y algo de razón nos les faltará. Aun así, el punto es que hay una discriminación arbitraria e hipócrita contra determinadas drogas, pues como vemos, si el criterio fuera prohibir lo que “hace daño” o es adictivo, muchas sustancias más entrarían en esta categoría.
Pero incuso si concediéramos que las drogas fueran “más dañinas y adictivas” que las legales, ¿debe elEstado perseguir y castigar un delito en el que no hay víctima (porque el consumidor lo hace de manera voluntaria)?
Todos los caminos nos llevan al mismo destino: si renunciamos a nuestra libertad de elegir lo que consumimos, alguien más –casi siempre desde el gobierno- decidirá lo que es “bueno” para nosotros. Ya sabemos cuál es el desastroso resultado de empoderar a los gobernantes, y no a los ciudadanos.
Deben ser los adultos, mayores de edad, quienes decidan qué consumen y qué no, con la misma libertad y responsabilidad que eligen por quién votar. Despenalizar las drogas sería un avance muy importante en la libertad de las personas, y de paso, acabaría con un negocio multimillonario que tanta violencia, vidas y zozobra le sigue causando a nuestro país.