Ayer comentamos en el artículo “¿Debemos prohibir las carnes procesadas? o legalizar las drogas", que la penalización de estas bajo los argumentos principales de que “hacen daño” y de que “causan adicción”, es hipócrita y arbitrarios. Ironizamos respecto a que bajo esa lógica, otras sustancias nocivas deberían prohibirse también, como el tocino, las salchichas o el jamón, pues la Organización Mundial de la Salud ha revelado que producen cáncer en humanos.
Asimismo, expusimos la incongruencia de que drogas legales aún más adictivas y mortales que por ejemplo, la mariguana –como lo son el alcohol y el tabaco-, están permitidas e incluso gozan de aceptación social.
Desde luego, no es que queramos aquí que sea vuelva ilegal tomar tequila, comer carnes frías o fumarse un cigarro. Todo lo contrario. Cada persona adulta debe asumir su responsabilidad y poder consumir lo que se le dé la gana, incluso, si “hace daño”.
Por desgracia, nunca faltan los grupos de “notables”, expertos o personalidades que pretenden imponernos desde la sociedad civil o el gobierno, lo que consideran “bueno” o “mejor” para todos.
Es el caso del llamado “impuesto al refresco”, una buena muestra de cómo a veces con supuestas buenas intenciones, se pueden cometer desde injusticias hasta grandes atrocidades. Por eso debe tenerse cuidado.
El “impuesto al refresco” es injusto, arbitrario y discriminatorio como todos los IEPS (Impuesto Especial Sobre Producción y Servicios). En particular, gravar a las bebidas azucaradas con el propósito explícito de reducir su consumo, no solo es un atentado contra las empresas que los producen –pues de forma artera se pretende afectar sus ingresos-, sino contra los consumidores.
No obsta subrayar que los más afectados no son los consumidores de mayores ingresos –que pueden afrontar sin problemas alzas de precio-, sino los menos favorecidos a los que dicen querer beneficiar. Estos, al encarecerse artificialmente esas bebidas, por supuesto que en alguna medida se verán obligados –y ahí radica la injusticia- a dejar de consumir tal o cual producto o a sustituirlo.
De nuevo, lo anterior se comete con la idea de que “es por su bien”, para que “no se enfermen”. Han decidido pues, hacerles el favor de cuidar sus bolsillos, pues, aseguran, al estar más sanos ya no tienen que dedicar recursos innecesarios a gastos médicos ni medicinas.
Esta visión paternalista se suele apoyar en estudios científicos que, aseguran, confirman lo dañinas que son este tipo de bebidas. No se duda de ello. El punto de nuevo, es que la decisión en libertad de qué se toma o no, debe corresponder en exclusiva al individuo adulto.
Por cierto, se suele argumentar que con este tipo de políticas impositivas, se protege en especial a los niños.
Los apologistas de este tipo de medidas pasan por alto, a conveniencia, que son los padres de esos menores quienes deben decidir lo que sus hijos pueden o no beber. Nadie más.
La responsabilidad pues, de lo que se ofrece a los niños en las escuelas, por ejemplo, corresponde solo a los padres de familia de la comunidad escolar de que se trate. No es “papá gobierno” ni los grupos de “notables” de la sociedad civil quienes deben imponer su criterio, pues esto viola el más elemental principio de justicia: el principio de libertad.
Todo impuesto implica una confiscación de la propiedad privada, y justo por ello, los gravámenes deben ser mínimos. Un “impuesto al refresco” es un síntoma más de la locura en que se ha convertido nuestro aparato fiscal, como consecuencia de un Estado obeso que estorba al crecimiento económico y desarrollo nacionales.
Por desgracia, todo indica que en la actual administración ningún IEPS desaparecerá ni el resto de tributos va a disminuir. Cuando entendamos que el problema no es de ingresos, sino del excesivo gasto público y de falta de libertad, habremos dado el primer paso decidido hacia delante. Por ahora, eso seguirá siendo un sueño.