Si de algo se felicitó Rajoy en su reciente entrevista en TVE fue de haber salvado el Estado de Bienestar, es decir, de haber subido salvajemente los impuestos para evitar recortar mucho más el gasto público. No contento con ello, el presidente del Gobierno también lamentó no haber podido construir más carreteras y líneas de ferrocarril durante esta legislatura: debe de ser que, a su juicio, España apenas sido fustigada con obra pública durante la última década. Y, por si fuera poco, el líder del PP también defendió sin ambages el papel (adoctrinador) de las televisiones públicas.
Pareciera que cualquier cosa le vale a Rajoy salvo dejar tranquilo al contribuyente. Nada demasiado sorprendente, por otro lado. El mandamás popular es un burócrata orgulloso de su condición: su vida profesional siempre se ha desarrollado a la sombra del Estado y su entorno de colaboradores está constituido por otros burócratas igualmente orgullosos de serlo. Su visión de la libertad y del mercado son meramente instrumentales: en tanto la libertad y el mercado permitan financiar una creciente estructura estatal, la libertad y el mercado serán aceptables. Su estrategia política es conservadora, grisácea y acomodaticia: Rajoy no quiere líos ni grandes cambios revolucionarios, tan sólo afianzar el poder incordiando a la menor cantidad de gente posible.
El primer jefe de Gabinete de Obama, Rahm Emanuel, se hizo famoso por acuñar la frase de que “no puedes permitirte desperdiciar una gran crisis”, esto es, que el gobierno tiene que aprovechar las grandes crisis para sacar adelante todas aquellas reformas que la ciudadanía jamás aceptaría en tiempos normales. Rajoy es todo lo opuesto al consejo de Emanuel: su ideología es la de la inmovilidad, la de retener el poder a modo de administrador del statu quo. El gallego carece de otros principios y valores que los de la manada de votantes que cree que pueden ayudarle a conservar La Moncloa. Su ambición no es la de intensificar la libertad y la prosperidad de los españoles, sino la de conservar la poltrona.
Por eso, las reformas y los ajustes que acometió en 2012 tuvieron que venir impuestos por Europa y por la situación de pre-quiebra en la que se hallaba España: no fue la convicción lo que los motivó, sino la extrema necesidad. Y de ahí que, una vez Mario Draghi rescató a la economía española en julio de 2012, todo nuevo ajuste o reforma cesó. Rajoy buscó el mínimo absoluto para que el Estado no quebrara durante su legislatura, y una vez obtuvo ese mínimo absoluto, perdió todo sucesivo interés en transformar la disfuncional estructura institucional de España. Ahora, con los tipos de interés en mínimos y la recaudación tributaria creciendo, el líder de los populares vuelve a pensar en lo que ya pensaba Zapatero: en cómo reforzar el Estado y en cómo volver a gastar a manos llenas. En esos mismos términos también se expresó, por cierto, su vicepresidenta en una reciente entrevista: “Tiene que ser una gozada gobernar con dinero. A nosotros no nos ha tocado”.
A la vista de tan ilustrativas declaraciones, uno imaginaría que resulta absolutamente cristalino que PP y liberalismo son términos desconectados y casi antitéticos. Sin embargo, muchas personas siguen asociándolos, acaso porque durante bastantes años esta formación política ondeó tal bandera ideológica de manera electoralista (si bien el propio Rajoy instó en 2008 a todos los liberales a que salieran del partido). Pero los hechos deberían pesar más que las etiquetas autoimpuestas —también el PP asegura ser un partido libre de corrupción— y en este caso los hechos son concluyentes: la política económica de Rajoy, como él mismo reconoce, ha ido dirigida a rescatar a la burocracia estatal a costa de sacrificar al ciudadano. En eso, y sólo en eso, misión cumplida, Sr. Presidente.