La Seguridad Social padece un déficit de alrededor de 15.000 millones de euros. Se trata de un agujero que difícilmente va a cerrarse en el medio-largo plazo, ya que el número de pensionistas continuará creciendo sin cesar, mientras que el de trabajadores, por meras razones demográficas, dejará de hacerlo una vez sanen las últimas heridas laborales de la crisis. Ante este muy inquietante panorama, del que todos los partidos políticos son perfectamente conscientes, sólo se abren dos caminos posibles: o incidir en los recortes a las pensiones o aumentar los impuestos de manera muy apreciable.
Huelga decir que todas las formaciones políticas están acariciando durante esta campaña electoral la última de estas posibilidades: así, por ejemplo, tanto PP como PSOE han abogado por un nuevo impuesto —de características todavía no especificadas— para financiar los 21.000 millones de euros anuales que cuestan las pensiones de viudedad; a su vez, Podemos e IU impulsan una eliminación de los límites máximos de cotización a la Seguridad Social, lo que supondría una durísima estocada para el personal más cualificado de España. En lo que, sin embargo, todos los partidos políticos coinciden —PP, PSOE, Ciudadanos, Podemos o IU— es en su deseo de incrementar las cotizaciones sociales a los trabajadores autónomos.
En la actualidad, un trabajador autónomo puede escoger la base salarial por la que cotiza a la Seguridad Social: por ejemplo, si un autónomo ingresa anualmente 15.000 euros, puede elegir cotizar sólo sobre 12.000 (pues, a su vez, también verá reducido proporcionalmente su derecho a una pensión futura). Así las cosas, el 86% de los autónomos opta por cotizar sobre la base mínima autorizada por ley, que en 2015 es de 10.612 euros anuales. Lo que la actitud mayoritaria de este colectivo pone de manifiesto es la profunda desconfianza en nuestro sistema de pensiones públicas allá donde nos otorgan en pequeño margen de elección: no es que los autónomos no quieran cobrar buenas pensiones el día de mañana, es que no esperan que la Seguridad Social estatal se las vaya a poder abonar por mucho que coticen hoy.
Después de las elecciones, si los partidos políticos cumplen con sus amenazas, los autónomos tendrán que cotizar sobre sus ingresos reales, de modo que, verbigracia, quien gane 15.000 euros anuales deberá cotizar sobre 15.000 euros anuales y no sobre 10.612. ¿Supone ello una importante sangría para los autónomos? Para la gran mayoría, sin ningún género de dudas: quien hoy escoja cotizar sobre la base mínima de 10.612 euros anuales, tendrá que abonar a la Tesorería General de la Seguridad Social unos 265 euros mensuales; en cambio, si se le obliga a cotizar sobre 15.000 euros, sus pagos mensuales se incrementarán hasta los 375 euros, un 41% más.
Los autónomos han sido el colectivo laboral que mejor ha resistido los azotes de la crisis: en octubre de 2015, el número de autónomos inscritos a la Seguridad Social era superior al registrado en octubre de 2007, esto es, antes de que estallara en toda su magnitud la burbuja inmobiliaria. Lejos de estar pensando en nuevas formas de esquilmarlos para parchear durante unos años más el agujero permanente de nuestro sistema público de pensiones, deberíamos dedicar nuestros esfuerzos a plantearnos cómo reparar los defectos estructurales que lo atenazan: a saber, cómo lo sustituimos por un sistema privado de pensiones basado en la capitalización (como en Chile o Islandia) o, al menos, cómo lo complementamos con planes privados de ahorro (como en Suiza, Dinamarca o Australia).
La amenaza
El crecimiento económico de la Eurozona durante 2015 está siendo profundamente decepcionante. Hace unos días, Eurostat publicó los datos de expansión del PIB durante el tercer trimestre del año y, con la excepción de algunas economías —entre ellas la irlandesa o la española—, la tónica general es de estancamiento: la Eurozona creció una décima menos que en el trimestre anterior, y el núcleo duro de Europa, Alemania y Francia, apenas alcanzó un auge del 1,7% y del 1,2% interanual (la mitad que el español). Que la Eurozona siga sin pulso supone una seria amenaza para la estabilidad económica y financiera de Europa y, también, de España. Nuestra recuperación se cimienta en la esperanza de un fuerte crecimiento futuro que permita hacer frente a la gigantesca losa de deuda pública y privada que todavía padecemos: si esas esperanzas se esfuman como consecuencia de la parálisis del Viejo Continente, las dificultades financieras podrían regresar. Para evitarlo y dinamizar sus esclerotizadas economías, los Estados europeos deberían liberalizar sus absurdas regulaciones y bajar intensamente sus asfixiantes impuestos.
Desde el exterior
Europa no sólo necesita liberalizarse y bajar impuestos para poder reencontrarse con el tan necesario crecimiento económico: es igualmente imprescindible que se aleje de recetarios populistas que sólo consiguen arruinar a las sociedades que los impulsan. La reciente experiencia de Syriza en Grecia no puede ser más deplorable: el sistema bancario aniquilado, la confianza inversora laminada y la actividad productiva hundiéndose a nuevos bajos fondos. Por desgracia, parece que no todos los europeos han aprendido la lección, y una parte significativa del electorado luso ha terminado otorgando mayoría parlamentaria a una coalición de izquierda radical que ya ha empezado a socavar la estabilidad institucional del país al pretender aplicar una agenda de contrarreformas suicidas —nacionalizaciones, más regulaciones e incremento de los déficits públicos—. De momento, todavía no podemos saber qué sucederá con nuestro vecino dados los amplios poderes moderadores que posee el presidente de la república: lo único seguro es que les esperan meses de muy difícil gobernabilidad. Eso sí, suceda lo que suceda, el avance del estatismo populista no beneficiaría en absoluto a los portugueses.
Reformas pendientes
La Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF) ha decido demandar ante la Audiencia Nacional al Ministerio de Hacienda por obstaculizar su labor supervisora. En concreto, desde que el pasado mes de julio se emitió una orden ministerial al respecto, la AIReF tiene prohibido acceder directamente a los datos de ejecución presupuestaria de ayuntamientos y autonomías, debiendo pasar por el filtro interpuesto por el departamento de Cristóbal Montoro. Con ello, la finalidad última de la AIReF —controlar a las Administraciones Públicas para evitar que mientan en sus obligaciones de sostenibilidad fiscal— queda claramente pervertida: si el organismo carece de autonomía para obtener la información, también carece de autonomía para controlar a quien le tiene que proporcionar esa información. Las trabas a un organismo amparado por la Troika no sólo desatan las sospechas sobre el grado de verdadero cumplimiento del objetivo de déficit en ayuntamientos y autonomías, sino que contribuyen a trasladar al exterior una imagen poco confiable de las instituciones españolas. Las cuentas públicas españolas necesitan mucha más transparencia, no aún menos.