La mayoría de ciudadanos tiende a observar las campañas electorales y los subsiguientes comicios como importantes períodos de reflexión colectiva en los que se decide el rumbo del país durante los próximos cuatro años. Las distintas formaciones políticas publicitan sus propuestas y cada votante escoge aquellas que mejor encajen con sus preferencias ideológicas. Se trataría de un intercambio similar al que tiene lugar en cualquier mercado pero, en este caso, dentro del ámbito político-institucional.
Sin embargo, la anterior no constituye una adecuada descripción del proceso electoral: en la realidad, los distintos candidatos no pugnan por ofrecer a los ciudadanos aquel catálogo de medidas factibles que, a su sincero juicio, promoverá de un mejor modo los intereses generales del país. Al contrario, el objetivo nuclear de los políticos es otro: ganar las elecciones y llegar a La Moncloa. Y, con tal de lograr ese objetivo nuclear, están dispuestos a mentir, engañar y manipular al electorado tanto como sea necesario: sus promesas electorales no son programas de gobierno, sino calculados embustes para tomar el poder. Por eso, llegado el momento, resulta muy poco relevante si esos programas electorales se terminan cumpliendo o no: su propósito termina una vez concluyen las elecciones y se ha efectuado el reparto de escaños.
Lo anterior, claro está, no equivale a decir que un partido pueda obviar completamente el programa con el que ha concurrido a unas elecciones. Primero porque la legitimación social del poder político no sólo se necesita en el momento de acceder a él, sino durante todo el período en el que éste se ejercita: esto es, unos políticos que, sin motivo aparente, incumplieran la totalidad de sus promesas no sólo contarían con la oposición de quienes no los votaron, sino también de quienes sí lo hicieron. Segundo, porque normalmente los políticos aspiran a permanecer en el poder más de cuatro años —si no ellos mismos, sí el resto de cargos y burócratas que los aúpan al liderazgo del partido—, por lo que no pueden dilapidar toda su credibilidad en unos solos comicios.
Ahora bien, tales restricciones resultan en la práctica muy difusas, ya que el votante es bastante reacio a reconocer que ha sido engañado. Una vez embaucados y seducidos por el líder, una masa importante de electores —los famosos “suelos” de los partidos, a saber, la hinchada fanática y militante— está dispuesta a creerse las nuevas mentiras con las que pretenden justificar por qué mintieron previamente. Por ejemplo, “nos comprometimos a bajar impuestos y los hemos subido porque la situación económica era mucho peor de lo que nos habían contado”; o “prometimos el pleno empleo y hemos sufrido el mayor aumento del paro de nuestra historia porque la crisis financiera global resultaba imprevisible”; o también “anunciamos el fin de los recortes y un impago generalizado de la deuda, pero aprobaremos más recortes y asumiremos más deuda porque la alternativa habría sido salir del euro”.
A su vez, cuando la impaciencia por acceder al poder de un grupo de políticos es muy elevada, los costes futuros de incumplir abiertamente su programa tampoco resultan demasiado restrictivos. Por ejemplo, si un partido político cree que, debido a circunstancias excepcionales, sólo posee una oportunidad de acceder a las instituciones, tratará de mentir y de engañar tanto como sea posible durante la campaña electoral para aprovechar esa ventana pasajera: tal fue el caso de Podemos en las pasadas elecciones europeas (cuando presentaron un programa absolutamente irrealizable y cuyo fraude atribuyen impostadamente hoy a la ingenuidad e inexperiencia de su nacimiento) y, en gran medida, sigue siéndolo hoy cuando promete aumentos exorbitantes e infinanciables del gasto público.
Lo esencial, empero, es que estamos viviendo una (pre)campaña electoral donde todos nos están mintiendo sin escrúpulo alguno. Su gran ambición es conquistar el poder y la propaganda constituye, indudablemente, una de las mejores herramientas para ello. De hecho, cualquiera que entre en la escena política sin intención de manipular a los ciudadanos terminará siendo barrido electoralmente por sus más populistas competidores. Mas, justamente porque ésa es la peligrosa e inquietante naturaleza de la política, deberíamos preocuparnos por ponerle límites a su ejercicio: cuanto menor margen de actuación sobre nuestras vidas tengan personas sin escrúpulo alguno para manipular y abusar del poder, tanto mejor para todos… salvo para ellos.