Con independencia de quién llegue finalmente a La Moncloa, la economía española va a enfrentarse durante los próximos años a una serie de retos cuya resolución determinará en gran medida el nivel de vida de sus ciudadanos. A pesar del reciente crecimiento económico, sería un error considerar que los desequilibrios heredados de la burbuja inmobiliaria ya han sido superados y que, por consiguiente, podemos vivir de las rentas de la inercia: al contrario, las heridas siguen abiertas y las reformas y los ajustes continúan siendo tan necesarios como en 2012.
En primer lugar, el déficit público español se halla entre los más elevados de Europa. A finales de 2015, previsiblemente se ubicará entre el 4,5% y el 5% del PIB: unas cifras que continúan incumpliendo (por séptimo año consecutivo) el Pacto de Estabilidad y Crecimiento y que engordan el volumen absoluto de nuestra deuda pública. La corrección del déficit requiere o de nuevos recortes del gasto o de adicionales subidas de impuestos: lo primero oxigenaría la economía y lo segundo la asfixiaría. Por desgracia, todos los partidos políticos parecen apostar por una mayor tributación para relanzar el presupuesto del Estado tras años de congelación.
Segundo, la tasa de desempleo debe reducirse a, al menos, una tercera parte de la actual, pero para ello resulta absolutamente imprescindible proceder a una nueva reforma laboral que solvente los capítulos que quedaron pendientes en la anterior: es decir, avance hacia una genuina libertad contractual donde ni los sindicatos, ni la patronal, ni el Ministerio de Trabajo dicten las cláusulas contenidas en cada contrato laboral. Por desgracia, ninguno de los grandes partidos se plantea nuevas liberalizaciones del mercado de trabajo: al contrario, prácticamente todos ellos apuestan por reintroducir viejas y fallidas regulaciones como el encarecimiento de la indemnización por despido o el reforzamiento de la negociación colectiva.
Tercero, el sistema público de pensiones necesita preparar su transición hacia uno privado de capitalización. A medio plazo, las cuentas de la Seguridad Social no van a equilibrarse por mucho que se alcance la cifra mágica de los 20 millones de afiliados. Es más, durante esta legislatura muy probablemente asistiremos al completo vaciamiento del célebre fondo de reserva que, según se nos decía, iba a garantizar las pensiones del futuro: evidentemente no podrá ser así. Se hace cada vez más imprescindible facilitar el ahorro privado complementario —tal como sucede en la mayoría de países europeos— para que la jubilación no dependa exclusivamente de una prestación pública que inevitablemente va a verse recortada en las próximas décadas. Y, por desgracia, los principales partidos apuestan por subir los impuestos y las cotizaciones a la Seguridad Social como vía para ocultar su propia insostenibilidad.
Y cuarto, España también requiere de una profunda reforma del sistema educativo que lo aleje de los actuales intereses de la política y de la burocracia funcionarial: hemos de conseguir un sistema de enseñanza más libre y más adaptable a la muy cambiante realidad de una sociedad cada vez más dinámica. Pero, por desgracia, todas las formaciones políticas apuestan por mantener la caduca estructura presente con apenas unos pocos cambios cosméticos basados en inflar el gasto público.
En definitiva, sea cual sea la configuración del nuevo gobierno, todo hace temer que muchos de los decisivos retos futuros de nuestra economía quedarán sin ser resueltos. Todavía peor: es bastante probable que el nuevo gobierno genere otros nuevos problemas que ni siquiera somos capaces de prever hoy.
¿Fin de era?
La Reserva Federal de EEUU subió el pasado miércoles los tipos de interés por primera vez desde el año 2006. Si bien éstos siguen hallándose en niveles ultrabajos —apena el 0,25%—, se trata aparentemente de un punto de inflexión con el que se quiere indicar el fin de la era del “dinero barato”. A partir de ahora, y siempre según la Reserva Federal, los tipos de interés tenderán a subir, encareciendo progresivamente el coste de financiación de familias y empresas. Y si bien todavía es pronto para saber si, en efecto, los tipos van a seguir subiendo, de lo que sí tendríamos que ser conscientes es de que deberíamos estar preparados para cuando ese encarecimiento del crédito finalmente se produzca. Nuestras economías se han adaptado a vivir a remolque de una financiación artificialmente abaratada y ésta no va a poder mantenerse de manera indefinida.
Desde el exterior
El nuevo gobierno argentino de Mauricio Macri ha puesto fin al cepo cambiario por el cual se restringía la compra de dólares a los ciudadanos y a las empresas locales. La medida era del todo necesaria, dado que impedía el funcionamiento racional de toda actividad empresarial: imaginen a un productor argentino que necesitara importar maquinaria desde el extranjero pagándole a su proveedor en dólares; si la autoridad estatal no le autorizaba a intercambiar sus pesos por dólares, esa compra de maquinaria no podía materializarse y, en consecuencia, la actividad del productor argentino quedaba suspendida. Ahora bien, Macri no debería olvidar que el cepo era una herramienta para evitar la fuerte depreciación del peso frente al dólar: no en vano, su supresión ya ha provocado una caída del 30% en la divisa argentina. Ahora, pues, toca evitar esta depreciación reduciendo con energía el déficit público.
El dato
El IPC repuntó en noviembre desde el -0,7% hasta el -0,3%. De hecho, la inflación subyacente (aquella que no toma en consideración los elementos más volátiles, como los carburantes) ya se ubica en el 1%, la cifra más elevada de los últimos años. Aunque el dato pueda parecer malo —la cesta de la compra se encarece—, lo cierto es que el alza de los precios suele ser un síntoma de que la economía está regresando a la normalidad: al cabo, los países occidentales tienden a sufrir aumentos de precios cuando su actividad se dinamiza y el crédito fluye, mientras que tienden a experimentar caídas de precios cuando su actividad se paraliza y el crédito se contrae. Por desgracia, el fenómeno que hemos vivido estos últimos dos años —crecimiento económico con caídas de precios— es una anomalía con fecha de caducidad: si seguimos creciendo, el IPC proseguirá con su actual senda ascendente.