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Despoliticen las calles

por Laissez Faire Hace 8 años
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La decisión de Ahora Madrid de sustituir los nombres de varias calles de la capital debido a su vinculación con el franquismo ha levantado la polémica entre quienes, por un lado, consideran que se trata de una decisión de justicia histórica y quienes, por otro, juzgan que se están generando polémicas artificiales por mero interés ideológico-partidista. Resulta difícil no encontrar una parte de verdad en ambas posiciones: parece lógico que haya personas que deseen modificar el nombre de la calle en la que residen por cualquier razón (ideológica o no); pero también debería ser evidente que otorgar a una camarilla de políticos la potestad de nominar las calles de una ciudad constituye un serio riesgo de utilización interesada y partidista de ese poder. ¿Cómo conciliar entonces ambos intereses legítimos? ¿Cómo permitir los cambios de nombre sin que los políticos los instrumenten en su interés personal?

Las calles son un ejemplo de un bien de uso común, esto es, de un bien destinado al uso de una pluralidad de personas. A diferencia de los bienes de uso privativo, su utilización es difícilmente separable, al menos dentro de ciertos límites (algunos usos de las calles son más separables que otros): en la medida en que su existencia y funcionalidad viene dada por su continuidad física, sobre una misma calle tenderán a coexistir intereses múltiples y a menudo encontrados. También lo harán con respecto a su denominación.

Cuando existe propiedad privada sobre un bien de uso común, disponemos de reglas claras para resolver ese conflicto de intereses internos: en esencia, la meta-regla es que los propietarios deciden cómo decidir. La autoridad legítima última para tomar una decisión es quien posee el derecho absoluto sobre el bien, esto es, el derecho de propiedad. Si el bien de uso común pertenece a una sola persona (arrendando o cediendo su uso a una pluralidad de personas), es ese dueño quien determina los términos de su uso compartido; si, como es más habitual en los bienes de uso común, éste pertenece a una pluralidad de personas en régimen de copropiedad, entonces la decisión se adopta siguiendo los procedimientos acordados entre los distintos comuneros para ello.

El obstáculo para aplicar este marco conceptual a la denominación de las calles viene dado por que, actualmente, las calles de las ciudades son consideradas por el Estado bienes de dominio público cuyo control último se atribuye a sí mismo. Pero eso no significa que semejante situación sea ni legítima ni óptima. No es legítima porque el Estado simplemente se arroga su titularidad por una mera declaración soberana y no porque se haya apropiado o haya adquirido pacíficamente tales territorios: y no existe ninguna vía filosófica para justificar la soberanía estatal. No es óptima porque el nivel de agregación de preferencias es exageradamente elevado con respecto al grado de afectación de la decisión (millones de personas escogen a unos políticos por motivos muy variados entre cuyas potestades reside la capacidad de renombrar la calle de un número muy reducido de residentes). Por consiguiente, no parece que la mera autodeclaración estatal de soberanía sobre las calles signifique que ese es el mejor método para gestionarlas.

Pero, una vez descartada la arbitrariedad estatal sobre las calles y en ausencia de derechos de propiedad que nos permitan seguir procedimientos voluntariamente acordados entre los vecinos para tomar decisiones colectivas (a diferencia de lo que sí sucede en, por ejemplo, las comunidades de vecinos para la gestión de las zonas comunes), ¿qué nos queda? ¿Existe alguna alternativa realista que nos acerque a una solución óptima? A mi entender, sí: que sean los propietarios de las viviendas sitas en una calle quienes escojan democráticamente su denominación, cargando ellos mismos con todos los costes vinculados a los cambios de nombre. Por ejemplo, logrando un 51% de firmas favorables con un quórum mínimo del 40% de los propietarios (aunque cualquier otra fórmula mínimamente garantista sería razonable).

De esta manera, serían los ciudadanos con intereses más directos en una calle los que escogerían su denominación (y no los políticos escogidos por los restantes conciudadanos) y los que cargarían con el coste de readaptarla a sus gustos (en lugar de externalizarlos al resto de ciudadanos). A su vez, si los vecinos escogieran denominaciones absurdas, torpes o desagradables para sus vías, serían ellos quienes soportarían tal descrédito ante el resto de conciudadanos.

Con este procedimiento, lograríamos descentralizar la toma de decisiones desde un grupo de burócratas en el Ayuntamiento y se lo devolveríamos a los vecinos afectados por la decisión de redenominarla calle o no hacerlo: es decir, alcanzaríamos la necesaria flexibilidad para posibilitar el cambio de nombre de una vía pero no concentraríamos semejante potestad en las inapropiadas y peligrosas manos de los políticos. Además, se trata de una reforma que debería concitar el apoyo de las principales formaciones políticas municipales: Ahora Madrid dice estar interesada en la participación democrática de los ciudadanos en la toma de decisiones que los afectan, mientras que el Partido Popular suele proclamar —cuando quiere hacerse pasar por liberal— que el poder decisorio debe recaer sobre los individuos y no sobre los burócratas.

Adelante con su coherencia ideológica. Despoliticen y recomunitaricen la gestión de las calles. Mucho me temo que no lo harán: el caramelo de abuso partidista de su poder es demasiado gustoso.


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