A lo largo de mi vida he conocido a muchos políticos y, en todos, siempre he encontrado un denominador común: no hay uno solo que no crea que se merece mucho más que el puesto que ha alcanzado. Así por ejemplo, el diputado local siente que su trabajo vale para ser “ascendido” a una curul federal, o a la presidencia municipal de su pueblo o ciudad. Del mismo modo, el diputado federal aspira al Senado, el senador a la gubernatura de su estado y así sucesivamente.
Las combinaciones son casi infinitas. Eso sí, el político siempre estará dispuesto a ser “degradado” si eso le permite seguir vigente con la intención de volver a dar el salto para arriba. Ese ir y venir ha terminado con la adecuada definición popular de político “chapulín”. La intención es “brincar” de un cargo público al otro, sea de elección popular, de confianza o de la naturaleza que sea. Eso es lo de menos.
Aunque se trata una conducta muy criticable, le tiene por completo sin cuidado al político. La recompensa por aguantar la vergüenza es cumplir su sueño de aterrizar en un puesto más rimbombante donde pueda disponer de más recursos y apropiárselos. Por eso la lucha por el poder es tan encarnizada. Pocos son aquellos que tras dejar el cargo pueden cuadrar sus ingresos oficiales con la riqueza de la cual disponen, y con la que antes no contaban.
Lo más lamentable de ese comportamiento de nuestros gobernantes es que se trata de un reflejo de algo mucho más grave y perjudicial: el intervencionismo del Estado.
En países como el nuestro, dicho intervencionismo explica el abundante número de cargos a repartir en cada elección, el abultado tamaño del aparato burocrático y los millonarios ingresos que se adjudican los funcionarios. Todo lo anterior significa por supuesto un elevado gasto gubernamental a todos los niveles, deuda pública creciente y altos impuestos. Un desastre que conduce a perpetuar la pobreza, porque la riqueza no se genera desde la esfera gubernamental, sino desde el ámbito privado, en mercados abiertos a la competencia. Es ahí donde se producen los satisfactores que la gente necesita y demanda.
Los pobres mientras tanto, se vuelven la clientela predilecta de políticos populistas de izquierda y de derecha para encumbrarse y mantenerse en el poder, con la promesa siempre incumplida de sacarlos de aquella condición. Ninguna sorpresa.
Dondequiera que la mano estatal está metida en todos los ámbitos de la vida social, y muy en especial en el económico, esta historia se repetirá.
Por si fuera poco, eso hace de la política un negocio muy lucrativo con cargo a los bolsillos del contribuyente, donde además grupos de presión obtienen beneficios por su actividad: sindicatos, disidentes, sectores empresariales específicos, etc.
La búsqueda de la “ganancia” a través del presupuesto público es vista como más apetitosa y con menor riesgo que el siempre complicado y peligroso mundo de los negocios.
En la planeación de su futuro, muchas personas optan por la vía de la carrera política porque es la que han aprendido, o les han enseñado, que es el camino a seguir para engordar sus bolsillos.
¿Es condenable que alguien busque volverse rico? No tiene por qué serlo. Hay quien prefiere llevar una vida austera y quien desea convertirse en millonario. Ambas posturas son válidas porque el individuo debe ser libre para decidir lo que quiere para sí mismo.
Por eso es una estupidez afirmar que la corrupción es un problema “cultural” o “un problema de orden humano”. Las personas actúan o no de acuerdo a los fines que tiene en mente. Lo que para unos es importante para otros puede no serlo. Los individuos prefieren unas cosas sobre otras, y en esa elección algunos se inclinarán por embolsarse el presupuesto público, mientras otros optarán por ir al mercado a ganarse clientes de modo honesto.
El punto es que el intervencionismo del Estado condiciona un sistema que retroalimenta la corrupción, una estructura gubernamental extendida y eterniza la pobreza.
En vez de que el talento emprendedor busque abrirse paso generando riqueza para la sociedad mientras persigue su beneficio personal, se desperdicia por ejemplo en ganar elecciones para acceder al erario en el corto plazo.
Si en lugar de un Estado interventor que regule todas las esferas de la vida social lográramos “enjaularlo”, limitar su poder y obligaciones a solo proteger la libertad de las personas –y castigar a quien atente contra ella-, los estímulos serían los opuestos.
De entrada, el aparato estatal se reduciría a tal grado que el presupuesto necesario sería mínimo, y desaparecería la avidez por el endeudamiento y los impuestos siempre crecientes.
Un estado minimizado implicaría decir adiós a la mayoría de funcionarios y legisladores, sus millonarios ingresos y lo más importante, al principal atractivo para los “chapulines”: volverse rico con cargo a la Hacienda. Manejar mínimos recursos públicos simplificaría su fiscalización y el castigo a quien los desvíe.
De este modo, quien deseara enriquecerse tendría que ganárselo en el mercado atendiendo necesidades, gustos y preferencias de los consumidores, como cualquier emprendedor. Lo más importante es que el beneficio social llegaría por la vía productiva, es decir, del crecimiento y desarrollo económicos, únicas vías reales para acabar con la pobreza.
Como ve, el tema va más allá de recortar unos cuantos legisladores o puestos burocráticos. El problema estructural es el intervencionismo del Estado. Exijamos pues ya, un cambio de fondo.