La tasa de graduados universitarios entre 30 y 35 años es del 42,3% en España. El objetivo del conjunto de la UE para 2020 es del 40%, Alemania ni siquiera alcanza el 32% y la tan admirada Dinamarca apenas nos supera con el 44,9%. A la luz de los datos, es obvio que no existe un amplio problema de accesibilidad a nuestro sistema educativo superior: el Estado sí ha logrado su objetivo de extender la universidad a grandes masas de la población, pero el resultado dista de ser satisfactorio a la luz de la alta tasa de paro y de la baja tasa de empleo que exhiben los graduados españoles frente a sus pares comunitarios (España es el país de la OCDE con mayor tasa de paro y menor tasa de empleo entre los universitarios, sólo por detrás de Grecia). La extensión por parte del Estado de la educación superior parece haber venido de la mano de una devaluación de esa educación superior.
Claro que acaso resulte injusto atribuirle todas las responsabilidades de la baja empleabilidad de nuestros universitarios a la calidad del sistema educativo: a la postre, los universitarios son el colectivo que muestra una menor tasa de paro dentro de España; además, la culpa del desempleo español parece recaer más en la situación económica que en la bondad o maldad de nuestras instituciones educativas.
Y aunque los argumentos anteriores podrían blandirse con cierta razonabilidad, cuando una de las mayores consultoras de recursos humanos del mundo, Randstad, denuncia que la economía española será incapaz de cubrir 1,9 millones de empleos hasta 2020 como consecuencia del déficit de talento de nuestra fuerza laboral, entonces sí deberíamos cuestionarnos en qué tipo de educación les estamos haciendo perder casi dos décadas de sus vidas a millones de estudiantes españoles.
No se trata de negar que, en un sistema económico dinámico y complejo como son las economías modernas, el ajuste continuado de los factores productivos a una demanda y a un entorno cambiante es altamente complicado. Claro que lo es y no resulta realista esperar un equilibrio perfecto y sin fricciones entre oferta y demanda. Ahora bien, que no quepa esperar un equilibrio perfecto no significa que debamos contentarnos con un sistema que claramente desalinea los incentivos para alcanzar ese equilibrio. Y es que nuestro sistema de educación pública destruye los acicates institucionales, tanto por el lado de la oferta como por el lado de la demanda, para que la formación superior de los estudiantes se ajuste a las exigencias de los consumidores.
Por el lado de la oferta universitaria, son los políticos y los burócratas quienes planifican encorsetada y centralizadamente los planes de estudio a los que se someterán los estudiantes: estos planes no responden a la lógica de las necesidades del futuro graduado según son descubiertas libre y competitivamente por centros de enseñanza independientes y heterogéneos y por la demanda soberana del propio estudiante, sino a una confluencia intereses burocráticos dispares (profesores, personal no docente, rectores, politizadas asociaciones de estudiantes, políticos, etc.). Dicho de otro modo, los planes y los métodos de enseñanza no cambian cuando los alumnos necesitan que cambien, sino cuando los burócratas planificadores de la enseñanza estatal se enteran de la necesidad de cambio y les interesa proceder con ella.
Por el lado de la demanda, la muy elevada (y regresiva) subvención pública de los estudios universitarios desincentiva que el estudiante se preocupe por rentabilizar su grado: es decir, que se preocupe por analizar qué tipo de estudios maximizan sus opciones profesionales futuras y, por tanto, sus posibilidades de amortizar el coste real de su formación. En la medida en que ese coste real de los estudios no constituye un parámetro en función del cual el alumno escoge su especialización profesional, los ingresos vinculados a la misma serán un parámetro mucho menos relevante de lo que debería.
En suma, por mucho que la completa eliminación del “déficit de talento” en las economías modernas pueda resultar una quimera, lo que desde luego no deberíamos hacer es instituir un sistema de incentivos perversos para que ese déficit de talento se amplifique. Es decir, lo que no deberíamos estar haciendo es continuar con el actual modelo de universidad estatalizada.