La crisis económica española está lejos de haber sido superada. A pesar del notable ritmo de crecimiento que hemos experimentado en 2015 y que, en parte, podría repetirse en 2016, los enormes desequilibrios internos acumulados durante la época de la burbuja todavía persisten. Para más inri, nos estamos adentrando en una coyuntura internacional caracterizada por la fuerte desaceleración —o incluso por el hundimiento— de los países emergentes, que son los que venían impulsando nuestras exportaciones desde el año 2010.
En este sentido, la fragmentación parlamentaria que alumbraron las pasadas elecciones generales, así como el irresponsable estado de permanente campaña electoral en el que se han sumergido las distintas formaciones políticas, podría terminar acarreando dos grandes perjuicios para nuestra economía.
El primero es que la inestabilidad gubernamental y la refriega populista impidan impulsar las reformas estructurales que todavía necesitamos para corregir nuestros antedichos desequilibrios. O, todavía peor, que las pocas reformas efectuadas hasta la fecha sean revertidas. Más en concreto, España todavía ha de completar el ajuste de su enorme déficit público sin dificultar el saneamiento económico de familias y empresa: es decir, nuestro país debe recortar de manera muy considerable el gasto público, liberalizar sus mercados y atajar el intervencionismo clientelar de sus administraciones públicas.
Sin ir más lejos, la Comisión Europea reiteró esta semana que, en el más optimista de los escenarios, nuestro país todavía necesita de un ajuste de 8.500 millones de euros en los presupuestos del año en curso. No está exagerando: hace unos días conocimos el deplorable dato de que la deuda pública española creció en noviembre en más de 11.000 millones de euros con respecto al mes anterior, dejando nuestras obligaciones financieras acumuladas en el 99,8% del PIB. Las Administraciones Públicas, pues, ya adeudan el equivalente a todo lo que produce nuestra economía en un año. Y, por desgracia, nadie quiere meterle freno a esta orgía de endeudamiento público, esto es, ninguno de los partidos mayoritarios está interesado en promover mayores “recortes”. Por un lado, el PP se niega a hacerlo porque ese agujero presupuestario de 8.500 millones se deriva de las cuentas públicas que aprobó in extremis durante las postrimerías de la anterior legislatura; por otro, PSOE, Ciudadanos y Podemos ya manifestaron durante la campaña electoral que su propósito no es cumplir los objetivos de déficit sino renegociarlos con Bruselas para así continuar sobreendeudando a los españoles.
De hecho, si algún tipo de consenso parlamentario se otea en el horizonte, éste consistirá en subir el gasto e incrementar aún más los impuestos de lo que ya lo ha hecho Montoro. Pero con ello sólo trasladaremos la pesada losa del ajuste pendiente del sector público a unas familias y empresas que todavía no ha terminado su reestructuración. Más impuestos al trabajo (IRPF o cotizaciones sociales) o al ahorro (Sociedades, Patrimonio o rentas del capital), tal como promueven el PSOE o Podemos, sólo dificultará la reducción de deuda privada, la creación de empleo y la inversión en nuevos sectores productivos. Es decir, el actual escenario político cierra la puerta a cualquier tipo de racionalidad reformista que facilite la corrección de nuestros desequilibrios pendientes.
Y, justamente por ello, la inestabilidad política puede conllevar un segundo grave problema: oscurecer las expectativas sobre la marcha futura de nuestro país, provocando así una paralización de los proyectos de inversión interiores y extranjeros. Al cabo, es sobradamente conocido que la inversión depende esencialmente de las expectativas: si los empresarios esperan obtener ganancias con un determinado plan de negocio, se lanzarán a arriesgar su capital. Sin embargo, si esas perspectivas de ganancia se nublan, optarán por mantenerlo alejado de nuestra economía: es decir, la inversión se desplomará y con ella nuestro crecimiento económico presente. No por casualidad, el motor de la prosperidad de cualquier economía es su nivel de inversión: si ésta se desmorona —como ha sucedido en España desde 2008—, la economía se empobrecerá tanto en el presente como en el futuro; si ésta se expande, la economía reflotará en la actualidad y sentará las bases de la prosperidad futura.
Todavía es pronto para aventurar cuál será el impacto de esta incertidumbre política sobre los proyectos empresariales a largo plazo. Pero de momento, y al margen de alguna sonada cancelación muy mediatizada —como las del grupo Wanda—, sí podemos constatar que, según los datos ofrecidos por el Banco de España, la inversión directa extranjera ha caído, desde las elecciones municipales y autonómicas de mayo, un 80% con respecto al mismo período de 2014 (cuando entre enero y abril de 2015 estaba aumentando a ritmos del 11% con respecto a ese mismo cuatrimestre de 2014).
Es verdad que este desplome de la inversión directa extranjera podría estar más vinculado con los problemas económicos de los países emergentes que con la situación política de España. Pero tratar de buscar con ello un consuelo sería hacernos trampas al solitario: si ante un posible terremoto económico global, nuestro país todavía no ha sentado —ni hay perspectiva de que vaya a sentar— los cimientos institucionales que le permitan superar la crisis financiera e inmobiliaria que arrastramos desde 2007, habrá que temer las potenciales repercusiones de esa crisis global sobre nuestro país. Si nos quedamos paralizados en un contexto en el que pueda resultar imprescindible aprobar reformas que mejoren nuestra competitividad, adaptabilidad y solvencia, el riesgo de naufragio se acrecentará.
En definitiva, puede que durante los últimos días hemos escuchado afirmar a los departamentos de análisis de varios bancos como Goldman Sachs, Royal Bank of Scotland o Deutsche Bank que el cada vez más extendido miedo a la inestabilidad política español es “exagerado”. Hasta la fecha puede ser así: las inercias económicas no son tan sumamente frágiles como para volatilizarse ipso facto. Pero si esa inestabilidad política es incapaz de promover las reformas que sigue requiriendo España tanto para superar su enquistada crisis interna como para capear la venidera crisis externa, entonces la exageración de hoy mutará en la cruel realidad de mañana.