La Sala de lo Civil del Tribunal Supremo ha anulado la compra de acciones de Bankia en su oferta pública de suscripción en el año 2011. Ello supondrá una pérdida estimada de 1.840 millones de euros para la entidad… si es que sólo los minoristas reclaman la devolución de lo invertido. En general, el fallo del Supremo ha sido recibido con alegría por la inmensa mayoría de la población: por fin se repara una injusticia que había acarreado enormes pérdidas para millares de pequeños inversores particulares.
En efecto, y dejando de lado la espinosa cuestión de si Bankia manipuló o no sus cuentas —la valoración de los activos bancarios y el monto adecuado de provisiones crediticias tiene mucho de estimación subjetiva, especialmente antes de una profunda depresión deflacionista por la que la mayoría de analistas económicos no apostaban en 2011—, lo que sí debería resultar obvio es que no es inverosímil que una empresa falsee sus cuentas; que, si las falsea, los contratos suscritos con base a esa información manipulada son nulos; y que si un contrato de suscripción de capital es nulo, la empresa tiene la obligación de reintegrarlo a sus propietarios.
Además, en el caso concreto de la salida a bolsa de Bankia, también resulta bastante creíble que, aun cuando no se produjera un falseamiento del folleto de su oferta pública de suscripción, sí hubiera una decidida voluntad entre ciertas élites políticas —PP y PSOE, así como sus altos cargos en los organismos supervisores del Estado— para recapitalizar a la entidad a costa de inducir a muchos españoles sin formación financiera a asumir unos riesgos mucho mayores de los que ellos realmente deseaban asumir. Insisto en que ambas interpretaciones son perfectamente compatibles: el folleto de oferta pública podría ser formalmente correcto —por mucho que el Supremo aprecie incorrecciones que probablemente versen, en última instancia, sobre cómo se valoraron en 2011 los riesgos de que estallara una crisis como la de 2012— y, al mismo tiempo, podía existir una operación concertada entre las élites políticas para edulcorar la inversión en Bankia como una operación mucho menos insegura de lo que ellos mismos temían que fuera. Por ejemplo, si usted invierte en una start-up de futuro incierto, la valoración de sus activos y pasivos, así como la exposición de sus perspectivas de negocio, puede ser totalmente rigurosa: pero esa inversión puede implicar mucho más riesgo del que usted es capaz de comprender y desear (sobre todo si autoridades en las que usted confía respaldan como necesaria, patriótica o inteligente esa inversión).
Por consiguiente, es bastante probable que la mayoría de minoristas que invirtieron en Bankia no fueran conscientes de los riesgos reales a los que se estaban exponiendo —como, por aquel entonces, tampoco la mayoría de analistas eran conscientes de los riesgos financieros a los que se enfrentaba España—; en cambio, que la responsabilidad de ese error sea imputable al folleto de emisión y no, simplemente, a la ignorancia financiera de los inversores unida a la propaganda política que acompañó la oferta pública ya es algo mucho más discutible. La expansiva interpretación judicial de que cualquier ignorancia financiera por parte del inversor resulta excusable es enormemente peligrosa, ya que incentiva la estrategia racional entre los ahorradores de volverse ignorantes y de invertir a ciegas (en lugar de la contraria: adquirir cada vez mayor formación financiera para invertir con criterio). Uno puede ser ignorante en múltiples aspectos de la vida, pero debería ser suficientemente prudente (y responsable) como para saber que es ignorante y que actuar en consecuencia.
Un inaceptable coste para el contribuyente de 1.575 millones de euros
En todo caso, por mucho que Bankia fuera verdaderamente culpable de falsear el folleto de su oferta pública de suscripción, quien debería reintegrar las aportaciones de capital a sus accionistas debería ser la propia Bankia con sus recursos internos: y si ésta carece de ellos —por ejemplo, por hallarse en bancarrota—, los accionistas deberían soportar en solitario las pérdidas del fraude al que hayan sido sometidos: lo que en ningún caso debería suceder es que fuera el resto de la población española quien le reembolsara el capital que les ha sido defraudado. Pues bien, debido al rescate estatal de Bankia, esto es exactamente lo que terminará sucediendo.
Y es que Bankia estima que habrá de devolver 1.840 millones de euros a los minoristas. El 60% de ese capital deberá abonarlo su matriz BFA Tenedora de Acciones, que es propiedad al 100% del FROB. Es decir, directamente el contribuyente ya asume una pérdida de 1.104 millones euros. Pero, además, como el 64,1% de Bankia es propiedad de BFA (y por tanto del FROB), de los restantes 736 millones, los contribuyentes siguen asumiendo otras pérdidas de 471,7 millones. En total, pues, los contribuyentes españoles perderán 1.575 millones de euros a raíz de la sentencia del Supremo.
Tal como hemos expuesto, si ya es discutible que los accionistas deban recuperar su errónea inversión inicial, lo que resulta completamente absurdo es que todos los españoles que nos negamos a ser voluntariamente bankeros debamos ahora reintegrárselo. Puede que los accionistas no sean responsables, pero desde luego quienes nos negamos a acudir a la oferta pública de suscripción somos mucho menos responsables que ellos. ¿Por qué socializar entonces esa responsabilidad? Por la simple razón de que el Estado decidió nacionalizar esa politizada fusión de pútridas cajas de ahorro: en lugar de recapitalizar la entidad imputándoles las pérdidas a sus acreedores (el famoso bail-in ya implantado en Europa), se optó por recapitalizarla a costa del contribuyente. En aquel pecado original llevamos la penitencia actual: como el Estado se ha convertido innecesariamente en el dueño de la entidad financiera, ahora le toca a él cargar con el coste de la anulación de la venta de acciones a minoristas, esto es, nos va a tocar a todos los contribuyentes soportar tal agujero.
La contradicción
Mas lo sorprendente no es tanto que el patrimonio personal de los españoles se haya convertido en el estercolero de última instancia al que volcar los escombros de la burbuja inmobiliaria, sino el distinto rasero con el que la prensa y una parte muy significativa de la sociedad española han recibido esta nueva noticia. A la postre, si hay alguna política del gobierno del PP que ha sido criticada desde múltiples sectores políticos y mediáticos ésa ha sido el rescate a la banca. ¿Cómo rechazar frontalmente que el Estado salve a los acreedores de la banca y, en cambio, aplaudir que el Estado indemnice a los accionistas? ¿Es que acaso, si aceptamos que hubo falseamiento en las cuentas, no fueron unos y otros igualmente engañados? ¿Es que acaso el accionista no acepta, en cualquier caso, una mayor exposición a los riesgos que el acreedor? ¿Por qué entonces unos merecen mediáticamente un mejor trato que otros cuando, en todo caso, debería ser a la inversa?
Acaso se alegue que los acreedores son grandes capitalistas globales y que, en cambio, los accionistas son pequeños ahorradores españoles. Pero el impago de la deuda de cualquier entidad financiera también habría repercutido directamente sobre millares de pequeños ahorradores, tanto españoles como extranjeros (como, de hecho, sucedió con el impago de esa deuda subordina llamada participaciones preferentes). Así, el default habría afectado en primer lugar a los tenedores directos (depositantes e impositores) de la deuda de bancos quebrados; y, más adelante, habría arrojado pérdidas sobre todos aquellos pequeños inversores en fondos de pensiones, fondos de inversión, pólizas de seguro o deuda de bancos extranjeros (por ejemplo, depositantes e impositores extranjeros) que hubiesen adquirido deuda de los bancos quebrados.
De ahí que sea necesario volver a plantear la pregunta: ¿por qué tantos de los que se opusieron al rescate de Bankia —y por tanto de los pequeños inversores expuestos a ella— defienden ahora este neorrescate estatal de sus accionistas? ¿Por qué éstos merecen mayor consideración que aquellos? ¿Y por qué, en cualquier caso, ha de ser el contribuyente quien pague los platos rotos?
Tan sólo se me ocurren dos explicaciones en absoluto incompatibles. La primera es que muchos de los que defienden alegremente la quiebra de bancos no son conscientes de sus auténticas ramificaciones, esto es, desconocen quiénes habrían experimentado las pérdidas de un default generalizado de la deuda bancaria. La segunda, que no haya racionalidad alguna en sus consignas: que meramente defiendan el impago a los acreedores de la banca para transmitir el mensaje de que el gobierno está salvando a sus oligarquías amigas y que ellos, por el contrario, promueven el rescate de los accionistas de la banca por cuanto ahí se está auxiliando al “pueblo”.
Pero ni los acreedores son oligarquía ni los accionistas son el pueblo: son ahorradores que tomaron malas decisiones, por ignorancia propia o por engaño ajeno. En ambos casos, ni unos ni otros debieron ser salvados a costa de condenar a los contribuyentes. Las pérdidas vinculadas a las malas inversiones deben ser centralizadas en los ahorradores que las efectuaron, no socializadas entre los contribuyentes que las rechazaron. Las devastadoras externalidades negativas que, ciertamente, se habrían derivado de una quiebra incontrolada de las entidades financieras podrían haberse evitado a través de un bail-in. Ni entonces ni ahora ha habido buena razones que justificaran el atraco a mano armada de ciudadanos inocentes para recapitalizar a inversores equivocados. Por eso, tanto entonces como ahora, uno debe oponerse al mismo: pero no a golpe de populismo contradictorio, sino de un discurso que intente ser honesto, coherente y razonable.