España cerró 2015 con una cifra de ocupados de casi 18,1 millonesde personas: 525.000 más que hace un año y prácticamente un millón más que a cierre de 2013. Se trata de cifras muy positivas que contrastan con las experimentadas durante lo más hondo de la crisis económica: entre 2009 y 2013 se destruyeron tres millones de empleos, una media de 600.000 puestos de trabajo anuales.
El cambio de tendencia es lo suficientemente radical como para que sólo se atreva a negarlo el sectarismo ideológico más extremo. A estas alturas, todos deberían reconocer que el mercado laboral de 2014 y 2015 es mucho más sano y dinámico que el de los anteriores años de la crisis. Ahora bien, estos buenos datos agregados no deberían llevarnos a apartar la vista sobre algunos de los problemas que ya empiezan a detectarse en el perfil de nuestra creación de empleo.
Primer problema: la elevada temporalidad. Aunque el 74% de todos los asalariados españoles disfrutan de un contrato indefinido, el 60% de losnuevos empleos son temporales: es decir, del medio millón de puestos de trabajado creados durante 2015, sólo 200.000 son indefinidos. En caso de que esta tendencia continuara durante el próximo lustro, la economía española recuperaría los niveles de ocupación previos a la crisis, pero lo haría también a costa de crear 1,2 millones de nuevos empleos temporales (es decir, regresaríamos a la elevada tasa de temporalidad previa a la crisis). La temporalidad es un problema no sólo para el trabajador, también para el empresario, que pierde cualquier incentivo a formar y capacitar para el largo plazo a la parte rotante de su plantilla.
Segundo problema. Aunque la creación de nuevo empleo se da en prácticamente todos los sectores económicos, hay uno en el que está resultando especialmente intensa: la hostelería. No en vano, alrededor de un 25% de todo el empleo generado durante este año lo ha sido en la hostelería, hasta el punto de que el sector turístico ya ocupa a más gente que antes de la crisis. Es verdad que España disfruta de una clara ventaja competitiva en el turismo –y que no hay razón para desaprovecharla–, pero depender excesivamente de ella para continuar creando empleo puede colocarnos en una situación de fragilidad en el futuro si, por ejemplo, la crisis internacional se agravara o si mejorara la competitividad de los destinos turísticos con los que rivalizamos.
Y tercero, el número de empleados públicos ha superado la marca de tres millones de personas después de aumentar en casi 100.000 durante los últimos dos años. De este modo, las Administraciones Públicas españolas vuelven a ocupar a más personal que antes de que arrancara la crisis en 2008, poniendo en evidencia que la tan necesaria como poco practicada austeridad estatal ha muerto. Tan irresponsable prodigalidad en el gasto público constituye un enorme riesgo para nuestro futuro: el déficit presupuestario cerrará 2015 muy alejado de nuestro compromiso con Bruselas, de modo que requeriremos de muchos más recortes durante los próximos ejercicios. Y uno de esos recortes debería concentrarse sobre el gasto en personal del Estado: abrir de nuevo la mano a contrataciones generalizadas no avanza en la dirección adecuada, sino en la opuesta.
En suma, el mercado laboral español adolece ahora mismo de tres grandes debilidades: su elevada temporalidad, su alta dependencia del turismo y el creciente peso de la contratación estatal. Si no queremos que las alegrías presentes se conviertan en frustraciones futuras, necesitamos avanzar hacia un mercado laboral que fomente la contratación indefinida en un sector privado más vigoroso y diversificado que el actual; es decir, necesitamos de una economía mucho más liberalizada y mucho menos castigada por onerosas losas tributarias. Ningún partido político, por desgracia, parece interesado en colocarle tal cascabel al gato: al contrario, todos parecen interesados en nacionalizar al gato.