Un Estado incurre en déficit público cuando gasta más de lo que ingresa. Por consiguiente, un Estado puede eliminar su déficit público o recortando los gastos o incrementando los ingresos. En principio, ambos caminos parecen complementarios y bastante equivalentes: escoger una u otra ruta respondería más a preferencias ideológicas que a fundados motivos económicos de fondo. Por eso, por ejemplo, el PP habría combinado sus modestos recortes del gasto con salvajes subidas fiscales y, también por eso, PSOE y Podemos estarían apostando fanáticamente por cuadrar las cuentas multiplicando los impuestos incluso en mayor medida que Montoro.
Sin embargo, la hipótesis de partida es incorrecta: los efectos de rebajar el gasto y de subir impuestos no son equivalentes. Primero por sus implicaciones sobre la estructura institucional del país: una reducción del gasto público contribuye a minorar el peso de la burocracia estatal ensanchando el de la sociedad civil; un aumento de los impuestos, por el contrario, consolida una hipertrofia de la burocracia estatal a costa de achicar la sociedad civil. Pero, en segundo lugar, los efectos tampoco son equivalentes por sus consecuencias sobre el propio déficit público: según una reciente investigación del Banco Central Europeo, los recortes del gasto conducen a una minoración sostenible del nivel de endeudamiento público, mientras que un incremento de los tributos no logra a largo plazo recortar el volumen total de la deuda estatal. No en vano, los propios investigadores llegan a calificar a los incrementos fiscales de “política autofrustrada”: el aumento de impuestos no reduce, sino que consolida, el nivel de deuda pública heredado. Siendo así, el déficit público de 50.000 millones de euros que todavía arrastra España debería reconducirse por la vía de nuevos, y mucho mayores, ajustes del gasto entre las administraciones públicas.
Si aspiramos a vivir en un país dinámico, en un país no fagocitado por la burocracia y los impuestos, en un país con niveles sostenibles de deuda y en un país donde los ciudadanos no padezcan los excesos manirrotos de sus políticos, entonces deberíamos proceder a disminuir el gasto, no a continuar disparando los impuestos. Por desgracia, todos los partidos políticos han terminado interiorizando la demagogia de Podemos en contra de los “recortes sociales”: ninguno se atreve a defender el sentido común de que el camino más justo, sano y eficaz para enterrar el déficit es el de pinchar decididamente la orgiástica burbuja de público que venimos arrastrando desde que comenzó la crisis. Menos gasto, no más impuestos.