El capitalismo de amiguetes, tan reflejado en esa extendida práctica patria de las puertas giratorias, es un grave problema para nuestra economía: cuando la supervivencia y el éxito empresarial no está determinado por el proceso competitivo del mercado —es decir, por la soberanía del consumidor— sino por la cercanía al Boletín Oficial del Estado —es decir, por la soberanía del político y de quienes lo pastorean—, la cooperación voluntaria para repartirse una tarta en expansión es reemplazada por el parasitismo para rapiñar la tarta estancada de los demás.
Ahora bien, aunque por razones obvias solemos cargar las tintas contra las redes clientelares que constituyen las grandes empresas, no deberíamos olvidarnos de otros contubernios menores que también copan nuestra economía. Hace varios meses, la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia (CNMC) ya denunció acertadamente el oligopolio de las farmacias, y hace unas semanas ha hecho lo propio con el oligopolio de los taxistas.
Así, en una reciente nota de prensa, la CNMC ha reclamado al Ministerio de Fomento la supresión de gran parte de las regulaciones que impiden una competencia real y efectiva entre los taxis y el resto de vehículos de alquiler con conductor (VTC). En concreto, el organismo reclama eliminar las limitaciones cuantitativas a los VTC (actualmente, no puede haber más de un VTC por cada 30 taxis), la obligación de contratarlos previamente (no es posible que los VTC circulen por la calle buscando clientes in situ), las restricciones geográficas (los VTC deben operar esencialmente sólo en una autonomía) y otras imposiciones arbitrarias (la empresa que preste servicios de VTC debe tener un mínimo de siete vehículos, un local físico y dos conductores por cada tres vehículos).
Según la CNMC, “todas estas restricciones (…) carecen de justificación económica, obstaculizan la competencia efectiva en el transporte urbano de pasajeros en todo el territorio nacional, y reducen el bienestar general. Estos impedimentos a la libre competencia son especialmente gravosos en el momento actual de innovación acelerada en el sector, que se vería frenada por la norma. Por lo tanto, deben ser eliminadas del marco normativo”. Sin mencionarlo, el organismo se está refiriendo a Uber, Cabify, BlaBlaCar y demás compañías que están revolucionando el mercado de transporte de personas: empresas disruptivas, rompedoras e innovadoras cuyo desarrollo es frenado en España por la protección del oligopolio del taxi.
Acaso en el pasado pudiera haber habido motivos razonables para defender algún tipo de regulación estatal de este sector: el sector del transporte de personas puede adolecer de problemas de asimetría de información, de poder de mercado o de saturación de oferentes, pero Uber ya ha sido sobradamente capaz de dar respuesta a todos esos problemas. Por eso, incluso en el mejor de los casos imaginables, las licencias al sector de los taxis (y equivalentes) son sólo una rémora del pasado: un arcaísmo regulatorio que acaso tuviera sentido en su momento pero cuyo único cometido actual es el de extraer rentas al conjunto de la población por la vía de restringir la competencia, esto es, de incrementar precios y de deteriorar la calidad y la cantidad de servicios prestados.
Una economía más libre no sólo pasa por poner coto al poder que ejercen individualmente los grandes lobistas sobre el Estado (y, a través de él, sobre todos nosotros): también es necesario limitar la influencia mancomunada que desempeñan los gremios profesionales para obtener subvenciones o, en este caso, verse protegidos frente a la competencia. Los taxis son sólo uno de los muchos sectores pendientes de liberalizar en nuestra economía.