La crisis interna de Podemos, materializada en las diez dimisiones dentro de su Consejo Ciudadano de la Comunidad de Madrid y en el cese fulminante del número tres del partido, ha servido para poner nuevamente de manifiesto la validez de la célebre ley de hierro de las oligarquías enunciada por Robert Michels. Según el sociólogo alemán, toda organización amplia necesariamente será regida por un minoritario directorio oligárquico, por muy democrática y participativa que pudiera ser su inspiración de origen.
Y los partidos políticos no son una excepción sino acaso una de sus más flagrantes confirmaciones: las masas no pueden (ni quieren) dirigir continuamente la vida diaria de una formación con la suficiente rapidez, agilidad y eficacia que resulta necesaria, de modo que deviene imprescindible delegar el poder en profesionales de la política. Pero la especialización y sofisticación de las funciones políticas inevitablemente conlleva la concentración del poder en manos de los cuadros dirigentes: éstos se instalan en sus puestos volviéndose indispensables para que la maquinaria del partido siga funcionando y desde tales cargos toman diariamente decisiones sin consultar a las masas de afiliados, esto es, se acostumbran a hacer uso del poder como si fuera el ejercicio de un derecho personal. Es más, los dirigentes no sólo se sustraen de la dirección de las masas, sino que crean una jerarquizada burocracia fuertemente sometida a sus órdenes e integrada nepotistamente por personal de su más estrecha confianza.
Toda organización burocratizada, pues, termina abriendo una brecha entre gobernantes y gobernados, siendo los primeros —como minoría organizada, coordinada y cohesionada— los que dominan a los segundos —como mayoría desorganizada, descoordinada y dispersa—. Esa es la ley de hierro de las oligarquías: toda organización compleja será copada por una oligarquía que la dirija (oligarquía que, evidentemente, podrá ser derrocada, pero sólo para ser reemplazada por otra).
Mas, justamente porque toda organización necesita de una minoría hegemónica y dominante que se imponga sobre las masas, el liderazgo debe permanecer indiscutido. Las bases terminan aceptando sumisamente ese hiperliderazgo, necesario para que el partido funcione y alcance sus metas. De acuerdo con Michels: “La adoración del líder por las masas se revela mediante signos escasamente perceptibles, como el tono de veneración con que se pronuncia el nombre del ídolo, la perfecta docilidad con la que se obedece hasta el más irrelevante de sus gestos o la indignación que se genera con cada ataque a su persona”. Si la autoridad del líder se resquebraja y comienzan a ascender nuevos liderazgos, los viejos dirigentes podrían ser revocados por las masas en favor de los nuevos.
Conscientes de ello, los actuales dirigentes reclamarán absoluta obediencia interna, limitando la libertad de expresión, de pensamiento o de acción de cualesquiera otros potenciales líderes que puedan hacerles sombra; pero no reclamarán obediencia apelando a su interés personal, sino argumentando que semejante lealtad es indispensable para la supervivencia del partido y para la consecución de sus fines: “El burócrata se identifica a sí mismo con la organización, confundiendo sus propios intereses con los intereses del partido. Toda crítica al partido es tomada como un ataque personal. Esta es la causa de la incapacidad de fondo de todos los líderes de partidos para afrontar con serenidad y equidad cualquier crítica hostil. El líder se siente personalmente ofendido, en parte de manera sincera pero en parte deliberadamente para presentarse a sí mismo como una víctima inocente de un ataque injustificado y para trasladar la antipatía de las masas hacia sus oponentes”. Ahora bien, siempre que la oposición a la oligarquía dominante renuncie a controlar el partido, ésta podrá subsistir internamente en forma de diversas oligarquías menores que ejercerán el poder dentro de sus áreas de competencia y corrientes ideológicas.
Basta leer y poner en su contexto la reciente carta de Pablo Iglesias Defender la belleza, para encontrar reflejadas en sus palabras buena parte de las predicciones oligarquizadoras de Michels (quien, por cierto, aparece citado con aprobación en la propia misiva): “En Podemos no hay ni deberá haber corrientes ni facciones que compitan por el control de los aparatos y los recursos; pues eso nos convertiría en aquello que hemos combatido siempre: un partido más. Debemos seguir siendo una marea de voces plurales, donde se discute y debate de todo, pero sabiendo que la organización y sus órganos son instrumentos para cambiar las cosas, no campos de batalla”. Es decir, las corrientes críticas (como Izquierda Anticapitalista o los llamados errejonistas) son tolerables dentro del partido siempre que no compitan por el control del aparato: éste debe quedar en manos de la minoría dirigente actual y, en concreto, de su secretario general como líder supremo. Al cabo, la política posee sus propias reglas y técnicas que justifican la concentración del poder efectivo en los cuadros de mando, aunque tal concentración se nos venda como una medida provisional, táctica y revocable: “Siempre supimos que hacer política es conocer y saber manejar las técnicas que le son propias. Hacer política es asimismo adoptar decisiones y, del mismo modo que un gobernante debe tomar decisiones difíciles, a veces un secretario general también debe hacerlo”. Eso sí, por mucho que se esté reclamando una concentración del poder político y una marginación de la disidencia dentro de la dirección del partido, de puertas hacia fuera debe aparentarse que el propósito de semejante depuración no es tal concentración de poder, sino promover el cambio social en aras del bien común: “El partido no es solo una máquina para desafiar la hegemonía del adversario, para acceder y ejercer el poder, sino que es también el instrumento puesto al servicio de la dignidad de la gente”.
La crisis política de Podemos ha supuesto una huida hacia un mayor acaparamiento de poder en manos del secretario general y de sus correligionarios. Lejos de revigorizar el debate interno, la participación y la transparencia alrededor de las distintas sensibilidades dentro del partido, la orden ha sido clara: “prietas las filas”. A saber, “en Podemos no hay ni deberá haber corrientes ni facciones que compitan por el control de los aparatos”. La minoría oligárquica de Michels empoderada en todo su esplendor. Nada, por cierto, que el propio Lenin no entendiera —y pusiera en práctica— a la perfección:
En tales momentos, no sólo es absolutamente necesario expulsar del Partido a los mencheviques, a los reformistas, a los turatistas, sino que puede incluso resultar útil apartar de todos los puestos de responsabilidad a quienes, siendo excelentes comunistas, sean susceptibles de vacilaciones y manifiesten inclinación hacia la “unidad” con los reformistas… En vísperas de la revolución y en los momentos de la lucha más encarnizada por su triunfo, la más leve vacilación dentro del Partido puede echarlo todo a perder, hacer fracasar la revolución, arrancar el Poder de manos del proletariado, porque este Poder no está todavía consolidado, porque las arremetidas contra él son todavía demasiado fuertes. Si en tal momento, los dirigentes vacilantes se apartan, eso no debilita al Partido, sino que fortalece al Partido, al movimiento obrero, a la revolución.
Las purgas, y la concentración del poder en manos de los dirigentes visionarios fortalecen el partido. Claro que lo preocupante no es que Podemos —y el resto de partidos— se estructure del único modo en el que las organizaciones burocratizadas tienden a organizarse (con una minoría que determine las principales líneas de actuaciones, aun cuando reciba realimentación de los cuadros intermedios o de las bases), sino que Podemos —y el resto de partidos— conciben la sociedad como una organización que, en consecuencia, deberá estructurarse exactamente de ese mismo modo (oligarquía al mando de un gobierno que canalice sus mandatos mediante una burocracia y sobre una población dócil y amansada). Lejos de analizar la sociedad como un orden espontáneo carente de planificador central que la organice y, por tanto, lejos de renunciar a organizar a la sociedad mediante mandatos coercitivos desde el Estado, Podemos aspira a burocratizar y politizar la sociedad mediante el Estado: y ya hemos visto cómo se las gasta en su propia casa a la hora de estructurar una organización mucho más simple y manejable como es un partido.
Si aspiramos a que el poder permanezca en la sociedad, a que cada sujeto gestione autónomamente su propia vida, no debemos politizar organizativa la sociedad y colocar a una oligarquía —podemita o popularechera— al frente: debemos despolitizarla radicalmente. La ley de hierro de las oligarquías se combate rechazando la organización centralizada y burocratizada de la sociedad, no confiando hipócritamente en que es posible una organización centralizada y burocratizada sin oligarquías.