Hace unos días, el Fondo Monetario Internacional se preguntaba por qué los bajos precios del petróleo –en los últimos dos años, el crudo se ha abaratado alrededor de un 65%– no están contribuyendo a impulsar el crecimiento económico mundial tanto como habría sido esperable. Es verdad, reconocía el FMI, que un abaratamiento del petróleo no tiene por qué coincidir siempre con el crecimiento económico: las economías exportadoras de crudo evidentemente salen perjudicadas con su depreciación y, a su vez, si el coste del crudo se abarata porque las economías importadoras han entrado en crisis (caída de la demanda de petróleo), entonces la relación de causalidad será más bien la inversa (no será el petróleo barato lo que cause crecimiento, sino que será el crecimiento bajo lo que cause que el petróleo se abarate).
Sin embargo, y pese a las cautelas anteriores, la duda sigue siendo razonable: si al menos la mitad del abaratamiento del crudo se debe a factores que afectan a su oferta (y no a su demanda), ¿cómo es que las economías importadoras (y muy en particular Occidente) apenas hayan experimentado mejora alguna en sus tasas de crecimiento? De acuerdo con el FMI, la explicación cabe buscarla en los efectos que provoca el abaratamiento del petróleo sobre los tipos de interés reales.
En concreto, el abaratamiento del petróleo ejerce una influencia deflacionista sobre una economía –petróleo más barato implica abaratamiento de todos los bienes cuya producción o distribución empleen directa o indirectamente petróleo–. Y estas caídas de precios contribuyen a incrementar los tipos de interés reales: si pido prestados 100 euros y mañana debo devolver 105, el tipo de interés nominal es del 5%; pero si 105 euros mañana tienen un poder adquisitivo equivalente a 108 euros hoy (merced a la caída de precios impulsada por el petróleo barato), entonces el tipo de interés real será del 8%. Y unos tipos de interés reales más altos contribuyen a frenar el crecimiento económico.
En circunstancias normales, un banco central reduciría los tipos de interés nominales para compensar el incremento por deflación de los tipos reales: si, en el ejemplo anterior, los tipos nominales se reducen al 2%, los tipos reales seguirán anclados al 5% anterior a la deflación. El problema es que en la mayor parte de Occidente los tipos de interés ya se hallan en el 0% y los bancos centrales carecen de margen para recortarlos más (aunque algunos de ellos, como el BCE, ya están explorando la política de tipos de interés negativos). Siendo así, el abaratamiento del crudo necesariamente incrementará los tipos de interés reales, los cuales ejercerán una influencia contractiva sobre el conjunto de la economía.
La explicación del FMI puede constituir parte de la realidad, pero solo una pequeña parte. Es verdad que cuando se espera que los precios futuros caigan el atesoramiento de dinero se convierte en una inversión más atractiva: si yo espero que los precios se reduzcan un 1% en 2016, atesorar mis ahorros me proporcionará una tasa de retorno del 1%. Sin embargo, en la actualidad, por mucho que las expectativas de inflación se hayan reducido durante los últimos dos años, éstas siguen siendo positivas (en EEUU, del orden del 1,5%, según el FMI), de manera que atesorar dinero sigue implicando pérdidas y no beneficios. Así que la duda inicial planteada por el FMI debería seguir en pie: ¿cómo es posible que muchos inversores opten por atesorar su dinero o se nieguen a endeudarse aun en un entorno de tipos de interés reales ultrabajos (e incluso negativos) y después de un shock tan positivo como que el petróleo se abarate un 65%?
Sólo hay dos posibles explicaciones, no necesariamente incompatibles. La primera es que, a pesar del brutal abaratamiento de un factor productivo tan importante como el petróleo, las tasas de ganancia de todas las nuevas inversiones potenciales –ajustadas por su respectivo riesgo– sean todavía más bajas que esos ultrabajos tipos de interés: en tal caso, mejor guardar el dinero que invertirlo. La segunda es que, aun cuando haya inversiones con tasas de ganancia superiores a los tipos de interés ultrabajos, los inversores que las conozcan y que estén en posición de explotarlas se encuentren muy endeudados y, por tanto, no deseen endeudarse todavía más o, en todo caso, prefieran destinar sus beneficios internos a la amortización de su deuda en lugar de a la reinversión productiva. Como digo, se trata de dos causas que pueden complementarse: entre aquellos con capacidad y sin conocimiento y aquellos sin conocimiento pero con capacidad, la inversión privada no termina de despegar y, sin ella, tampoco el crecimiento económico.
Para muchos, las recetas ante semejante escenario deben pasar por las típicamente keynesianas: promover la inversión pública mediante déficits y seguir reduciendo los tipos de interés (hasta terreno negativo) para así forzar a los inversores a que se lancen a invertir. Pero fijémonos en que estas recetas renuncian a crear riqueza y, en su lugar, tan sólo promueven generar algo de actividad: la inmensa mayoría de las inversiones públicas no se mueven por ninguna expectativa de ganancia; y los tipos de interés negativos sólo incentivan la inversión ruinosa como refugio frente a una mayor pérdida por atesoramiento de dinero (“invierte en este mal negocio, donde perderás el 5% de tu capital, pues si lo atesoras perderás el 10%”).
Otros, llámesenos ortodoxos aburridos, apostamos por políticas mucho más tradicionales: si no existen llamativas oportunidades de negocio, facilitemos su emergencia desregulando la economía y permitiendo la exploración de nuevas fórmulas de negocio en nuevos sectores económicos hoy vetados a la libre empresa; si los agentes económicos están sobreendeudados, favorezcamos su desapalancamiento acelerado bajando impuestos. Libertad económica e impuestos bajos: la receta que muchos venimos defendiendo desde 2007 y que, oh sorpresa, no se ha aplicado todavía a lo largo de esta crisis. Tal vez exista alguna relación.